El 29 de julio de 2000, el cardiólogo René Favaloro se quedó solo en su departamento de Barrio Parque, se bañó, se puso su pijama, acomodó sobre la mesa siete sobres que contenían siete cartas y volvió al baño. Pegó en el espejo una nota para “las autoridades competentes” y tomó el arma. La apoyó sobre su tórax y apretó el gatillo. La bala fue directo al corazón.
Ese día había ido a su Fundación, colaborado con algunas consultas sobre casos, y había pasado toda la mañana en su despacho sin atender a nadie ni hacer llamados telefónicos. A las 13.30 volvió a su casa para almorzar con su novia Diana Truden. Más tarde, cuando ella se fue, él le dijo que viajaría a La Plata, ciudad donde había nacido. Pero no viajó.
Favaloro se quedó en su departamento, organizando los detalles de lo que sería su despedida. Los últimos meses no habían sido nada buenos para él. La situación económica del país era mala, y la de su Fundación también: debía más de 40 millones de pesos, y a su vez le debían más de 18. IOMA, la obra social de la Provincia de Buenos Aires le adeudaba la mayoría, Pami unos 3 millones, y así varios otros organismos oficiales, privados y sindicales.
Favaloro se había resistido a dejar de atender gratis a los que lo necesitaran, con tecnología de última generación y más de 1.200 empleados. Pero eso no era fácil de mantener. Varios de sus allegados y directivos de la Fundación le habían sugerido dar un paso al costado.
A las 16.30 de ese 29 de julio, un adolescente que se bañaba en el tercer piso escuchó un ruido amortiguado y después un golpe seco. Ya estaba hecho.
El cuerpo fue encontrado por su novia cuando volvió al departamento junto a su hermano, cuenta Infobae.La policía llegó poco después, y detrás de ellos los medios.
Favaloro se opuso siempre a la corrupción del sistema médico. Contaba orgulloso que nunca había cedido a los pagos de retornos y coimas, pero a la vez ese fue un gran obstáculo en su carrera y su desarrollo.
Una de las siete cartas que Favaloro dejó el día que se quitó la vida era para Claudio Escribano, un viejo amigo de él y jefe de redacción del diario La Nación. Le decía: “Estoy pasando uno de los momentos más difíciles de mi vida. En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea”.
Otra de las cartas era para Diana, su novia 46 años menor que él: varias líneas y dinero en efectivo. “Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos […] Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debí permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia […] Te he amado con locura. Estaré pensando en ti hasta el último segundo”.
También dejó misivas para su empleada doméstica (con algunos miles de dólares en efectivo), para su sobrino Roberto, familiares y amigos en general.
A los amigos les habla de la corrupción en el sistema. “Es indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar. La mayoría del tiempo me siento solo. (…) En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibí de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difícil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer. Joaquín V. González, escribió la lección de optimismo que se nos entregaba al recibirnos: ‘A mí no me ha derrotado nadie’. Yo no puedo decir lo mismo. A mí me ha derrotado esta sociedad corrupta que todo lo controla”, escribió.