Apretado, transpirado, haciendo avanzar como podía sus 63 años y su monumental pragmatismo político, avanzaba el caudillo Leopoldo Bravo por las calles del microcentro sanjuanino, casi ahogado por un apretadísimo enjambre humano que vitoreaba su victoria el 30 de octubre de 1983. Bravo acababa de obtener el 39% de los votos, casi 9 puntos más que la fórmula justicialista, y hacía historia. Lo habían elegido para que fuera gobernador por tercera vez. Y había llegado al triunfo en la efervescencia del retorno de la democracia al país, aun cuando ya había ocupado el mismo cargo designado por la dictadura militar, apenas un año atrás y durante un breve periodo de 10 meses.
Las calles eran una fiesta. La gente hacía una década que no votaba, por eso desde tempranito hacía fila en las escuelas para poder volver a hacerse dueña de su derecho. El mismo clima se vivía en el país, cuya elección nacional consagraría a Raúl Ricardo Alfonsín como presidente, el primer candidato radical en la historia que le ganaba a un peronista para el cargo de máximo mandatario.
La liberación de tensiones y la mirada prospectiva de los sanjuaninos era sumamente comprensible, ya que venían emergiendo, como todos los argentinos, de un periodo larguísimo de persecución, terror y muerte.
Los últimos años de la dictadura militar habían caído en un temblequeo propio de un régimen en retirada. Todo indicaba zozobra e inestabilidad. Ya se había devaluado varias veces la moneda y la gente sufría las consecuencias con la caída de su capacidad de consumo. El ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, cada tanto tenía que salir públicamente a negar una nueva devaluación e inclusive su renuncia, que sí pasó a ser realidad en 1981. La política de economía liberal y desregulada era una maroma tiesa: la deuda externa cada vez más arriba (se multiplicó por cuatro en sólo 5 años), el salario real cada vez más abajo.
Y por si fuera poco, Malvinas.
La guerra en las Islas en 1982, que el gobierno de facto había asumido como estrategia para ganar algo de legitimidad, tenía movilizado a todo el mundo con una expectativa encaminada a favor. En el diario se anunciaban las colectas que se repetían en distintos lugares de San Juan para ayudar a los soldados. Allí iban los voluntarios con bolsas y cajas de supermercado llenas de latas de conserva, leche en polvo, azúcar, yerba y, sobre todo, abrigo y chocolates para que los muchachos tuvieran con qué hacerle frente al otro enemigo, el frío extremo del Atlántico Sur.
La mercadería quedó unos días en un galpón del Gobierno para su clasificación. Y partió rumbo a Buenos Aires en dos camiones Mercedes Benz de la firma La Camionera Mendocina, seguidos por una reluciente Rastrojero que llevaba en su capó el banner de DIARIO DE CUYO y dos Ford F-100 con cúpula, con sendos carteles de Canal 8 y Radio Sarmiento, que acompañaban y a la vez cubrían el movimiento.
Los sanjuaninos salieron a la calle a despedir el convoy, como si en él fuera el abrazo contenido para los muchachos de Malvinas.
A sus espaldas quedaba un letrero en papel afiche escrito a mano, pegado a un portón y dirigido al presidente socialista de Francia, Francois Mitterrand, a quien le reprochaban haber “ofendido gratuitamente al pueblo argentino” por referirse a la recuperación de las Islas ocupadas por los británicos como un acto perpetrado por “intrusos”.
Pero el optimismo duró lo que duró la guerra. Tras la rendición de los militares argentinos, la única alegría era el regreso de los “veteranos” de 20 años y los oficiales sanjuaninos sobrevivientes, que fueron recibidos por una muchedumbre emocionada en el playón de la Terminal de Ómnibus. Los abrazos, esta vez, pudieron recibirlos en persona ni bien empezaban a descender de los micros de Autotransportes Ticsa que los traía a su tierra. Era el cierre de un capítulo. La sociedad pedía cambios.
Por eso el retorno de la democracia había vuelto a agitar con fuerza la escena pública. Entre tantas noticias de un mundo también convulsionado por la transición hacia una nueva era, la provincia reclamaba una vida doméstica con paz.
RECAMBIO DIFÍCIL
Así como sacar el país adelante era complicado para el nuevo gobierno elegido en las urnas, en la provincia el asunto no se veía más fácil. La inflación en el mes electoral ya había superado el 21% y se encendían alarmas de crisis, por ejemplo, en la salud pública local, con faltantes de insumos en el Hospital Rawson.
La Iglesia comenzó a asumir un rol de mediación para buscar salidas. Monseñor Di Stéfano, quien había llegado a la cabeza de la institución en San Juan tras la muerte de monseñor Sansierra, comenzaba a consolidar su perfil dialoguista y pacificador que tanto pondría en práctica en la década siguiente. El obispo mantuvo una reunión con el papa Juan Pablo II, en la que lo puso al tanto de cómo la provincia capeaba el temporal nacional.
Para sacar las cosas adelante, la Legislatura aprobó la iniciativa bloquista de darle luz verde a la Promoción Industrial, una herramienta que otorgaba beneficios impositivos a las empresas que se establecieran y empezaran a darle dinamismo a la economía.
Al mismo tiempo, quedaba en pleno funcionamiento el Dique de Ullum, que resolvía el ordenamiento del riego en todo el agro del Valle del Tulum, garantizaba la provisión para el agua potable y permitía, con sus centrales hidroeléctricas, generar la energía necesaria para el empuje de la industria.
Pero en el contexto de endeudamiento e inflación creciente, tratar de echar a andar la economía era como pedalear en cemento fresco. El Fondo Monetario Internacional presionaba a Argentina para que pagara los 750 millones de dólares de una primera cuota de un crédito puente, y eso implicaba ajuste y más aumento de precios. Subieron las tarifas de los servicios públicos y la Nación tuvo que blanquear que los aumentos salariales eran “inviables”.
Eso fue una mecha encendida.
Los gremios encabezaron las primeras protestas. La CGT, recientemente unificada y conducida por las llamadas 28 Organizaciones, buscaba también recuperar el terreno perdido en el campo político tras la derrota justicialista. En un escenario espinoso, con subas en el combustible de hasta 25% en sólo un mes, los sindicatos empezaron a endilgarle a Alfonsín que se “entregaba” sin reparos a las imposiciones del FMI por cómo renegociaba la pesada deuda externa.
El Dique de Ullum se había convertido en el gran caballito de batalla (y ardid discursivo) para sostener la economía local, sobre todo en momentos en que la vitivinicultura era fuertemente golpeada y no encontraba más estrategia que poner la Cavic en manos de cooperativas. El verano de 1985 arrancó con toda una novedad: el lago ullunero lucía multicolor con las velas del windsurf que incursionaba en el lugar. Era leído en el momento como el puntapié inicial para el desarrollo de una industria turística promisoria.
Pero tapaban el Sol con un dedo. En marzo siguiente, la inflación tocó el 26,5% y, por primera vez, se hicieron públicas en los discursos oficiales las insinuaciones de “caos social” y “amenaza de golpe de Estado”.
Entre protestas sindicales y reclamos organizados por mejoras salariales, el gobierno de Alfonsín debió enfrentar varios episodios de alzamientos guerrilleros y militares que avivaron el incipiente incendio democrático. El diario y los noticieros locales seguían atentos los episodios de Campo de Mayo y La Tablada y el clima de preocupación general era un espejo fiel de lo que sucedía en Buenos Aires. La imagen de Maradona alzando la Copa del Mundo en México en 1986 era un bálsamo tranquilizador, pero duraba poco.
Empezaron las huelgas generales de hasta 10 días, el Episcopado tomó la bandera de los reclamos y todo llegó al límite cuando, alertada por movimientos extraños y tareas de inteligencia, la Brigada Antiexplosivos de la Policía Federal desactivó una bomba estratégicamente colocada por donde debía pasar el presidente unos momentos después.
En marzo del ’88, las tapas de los diarios fueron copadas por la enorme marcha federal de protesta. Desde San Juan también partía una columna multitudinaria en su avance hacia Capital Federal, para manifestarse en contra de los tarifazos y la caída estrepitosa de los sueldos.
Con una hiperinflación galopante y revueltas armadas por derecha e izquierda, finalmente se adelantaron las elecciones de 1989 y el presidente electo, Carlos Saúl Menem, asumió también de forma anticipada para evitar que terminara de instalarse el caos en las calles. Los ochentas, que habían nacido con la fuerza renovada de una primavera, bajaban una persiana apedreada, abollada de protestas y en llamas.