Si yo fuese atea elegiría creer. Pues siempre elegiré el ser antes que la nada. La nada nunca será una opción. Simplemente porque la nada es el "no ser" por antonomasia. Alguna vez pensé que la fe es un gran salto al vacío. Me corrijo y completo: la fe es un salto al vacío con la certeza de contar con la red del trapecista. Por eso creer no es un acto suicida. Todo lo contrario, es una definición de confianza. Fe y confianza, siempre van de la mano, de una mano que se extiende hacia las zonas más oscuras donde suele habitar el alma.
Si yo fuese de ideas revolucionarias, elegiría el Gólgota (del arameo gólgotha "calavera"). Y cual colina en las afueras de Jerusalén donde Cristo fue crucificado, clavaría allí mi proclama provocadora. Pues no hay revolución más grande que animarse a pensar, ni provocación mayor que ser uno mismo. Y hoy, doblando en la esquina de la vida, tengo la certeza de que la verdadera revolución es la revolución del amor, que comenzó con una cruz, hace ya más de 2.000 años. Independientemente del innegable hecho del Jesús histórico y de la religiosidad que emana de su figura, Jesús fue un condenado político al que se le aplicó la pena capital. Para el historiador André Chevitarese, autor del libro "Jesús de Nazaret: lo que la historia tiene que decir sobre él", el Jesús histórico tuvo una muerte política. Tesis polémica, por cierto, pero que deja en evidencia un hecho irrefutable: Jesús murió por sus ideas. No hubo mal alguno que imputar. Tal vez por eso, Pilatos, por entonces gobernador romano de Judea, antes de ordenar su ejecución, insistentemente preguntaba: "¿Qué mal ha hecho?" (Mateo 27,22-46). En cada Semana Santa, retumba en mis oídos aquella inquietante pregunta que nos interpela moralmente. Y sólo tengo una respuesta: murió por amarnos. Y esa respuesta muestra a la vez un camino: el de amar a nuestros hermanos hasta que nos duela. Tal vez en eso consiste la locura de la cruz. Que, siendo una forma de morir, sea a la vez un puente hacia la vida verdadera.
LA FE NO ES CIEGA
Convengamos en un punto: la fe es un acto de adhesión. Antes que creer en tal o cual verdad revelada, creemos en Dios que habla. Creemos, no tanto por la verdad en sí misma sino por la autoridad de quien revela. Y ello tiene su lógica. Su perfección infinita le impediría mentirse y su amor también infinito, le impediría mentirnos. Pero la fe tiene sus ojos, como decía san Agustín (Cartas 120, 2.8). De alguna manera, rozando con el misterio, por los ojos de la fe vemos anticipadamente aquello que es verdadero, cuando aún los ojos de la razón no lo pueden ver. Duro golpe a nuestra soberbia intelectual. La fe no es el resultado de una razón que argumenta. Antes de cualquier elucubración racional, nuestra voluntad revestida de humildad y piedad, ya abrió sus alas y echó a volar. San Juan Pablo II definió este concepto con una excelsa imagen literaria: "Fe y razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad" (Fides et Ratio)
LA FE COMO ELECCIÓN
No elegimos cuándo nacer, pero sí podemos elegir cómo vivir. Y vivir en libertad, ha sido siempre una bandera no negociable. Hay quienes piensan que la fe anula la libertad y contradice la razón. Desde mi experiencia personal, fue todo lo contrario. Creer significó quitar vendas a los ojos de la razón y cadenas a la libertad. Por eso, con todas mis dudas y debilidades, elijo creer. Como bien nos recuerda el papa Francisco: "La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar" (Lumen Fidei 57).
Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo
