El 1 de mayo de 1933 se firmaba entre Argentina y Gran Bretaña un acuerdo de comercio internacional por el cual nuestro país se comprometía a venderle carnes a un precio menor al de cualquier otro proveedor mundial. Se ataba gran parte de nuestro comercio exterior al británico, y el pacto fue conocido como Roca-Runciman por los firmantes, el vicepresidente argentino, Julio Argentino Roca (h), y el encargado de negocios británico, Walter Runciman.
La crítica local contra el pacto fue durísima. Los funcionarios argentinos debieron concurrir infinidad de veces al senado para sostener y explicar lo acordado y hasta ocasionó el asesinato, en el mismo recinto de la cámara alta, del senador Enzo Bordabehere.
El acuerdo fue considerado una claudicación de los intereses argentinos frente a Gran Bretaña, casi una aceptación del coloniaje, sobre todo considerando que los británicos obtuvieron la exclusividad en la explotación del transporte de la ciudad de Buenos Aires, que se liberara de impuestos a los productos británicos, que se creara un Banco Central -con un fuerte componente de funcionarios británicos- con la función de emitir billetes y controlar la tasa de interés, ente otras ventajas.
Lo que no suele contemplarse es que, dentro de la Commonwealth, esa comunidad de naciones que comparten mayormente lazos económicos, históricos, étnicos y culturales con Gran Bretaña, se produjeron reclamos por la medida tomada por Londres porque, entendían, perjudicaba los intereses de los demás países miembros.
Los defensores del pacto Roca-Runciman señalaron que era un acuerdo más que oportuno. Le garantizaba a la Argentina una cuota de venta de carnes a Gran Bretaña superior a la habitual en el contexto de recesión internacional producido tras el derrumbe de la Bolsa de Wall Street -en octubre de 1929- que estaba empujando al mundo hacia un proteccionismo acelerado. La conclusión era simple: si se salvaba el campo se salvaba el país.
El reciente acuerdo comercial, que a rigor de verdad es un acuerdo de comercio controlado y no de libre comercio, entre el Mercosur y la Unión Europea, se produce en el marco de un escenario internacional cuanto menos incierto, que le brindaría a ambos bloques un mercado seguro en una época en que las barreras arancelarias, de progresar, podrían generar un enorme excedente de producción volcado al mercado.
El choque comercial de Estados Unidos con China y la Unión Europea, caracterizado por la construcción por parte de Trump de un muro creciente de aranceles, hace que las ideas económicas keynesianas, que predominaron en la década de la crisis de 1930 y que llevaron a una cierta recuperación económica global, hoy sean reemplazadas por las ideas de Friedrich List, el padre de la Escuela Histórica Económica alemana surgida en la primera mitad del siglo XIX, que creía que aplicar aranceles era la respuesta adecuada para frenar la gigantesca producción inglesa que resultaba de la primera revolución industrial y que venía acompañada de las ideas del liberalismo smithiano, ideas que pugnaban por un mercado internacional de fronteras abiertas que solo favorecía a Inglaterra.
Esta vez, como en 1933, las críticas no se han hecho esperar. Si bien los contextos son diferentes y acá no se avizora ningún colonialismo en el horizonte, de ambos lados del Atlántico han surgido voces que se manifiestan preocupadas frente al acuerdo, como las de los sectores pertenecientes a una producción industrial de escala y acostumbradas a un mercado cerrado, como la nuestra, o las de los productores rurales de Francia e Irlanda, temerosos de no poder competir con las empresas del Mercosur, o peor aún, de verse devorados por estas. Ambos tienen sus razones. Los productores industriales o farmacéuticos del bloque sudamericano, atrasados técnicamente, con un mercado interno menor y ahogados tributariamente, creen que no están dadas las condiciones para una libre competencia. Los sectores agrícola y ganadero francés, incluso el vitivinícola, sostienen que sus geografías no ofrecen condiciones de competitividad. Están demasiados habituados al subsidio, al lobby político y a su tradicional ascendiente social, todos factores que no desean arriesgar, y ven en el horizonte la amenaza de la producción masiva basada en agroquímicos de los países del Mercosur.
Lo cierto es que los temores y los peligros se relativizan cuando se analiza que los acuerdos poseen fechas de entrada en vigencia y cuotas de ingreso. Esto brindará un margen de tiempo que los distintos sectores deberán aprovechar para llevar adelante las reformas y adecuaciones que los hagan competitivos, por ejemplo en la industria automotriz, donde las marcas deberán definir estrategias productivas para un mercado ampliado en lo que se refiere a la localización de plantas y al lanzamiento de productos.
Además, el acuerdo debe ser aprobado por las cámaras de cada uno de los veintiocho países de la Unión Europea, por el parlamento que los agrupa y por los congresos del Mercosur, tarea que no parece tan sencilla ya que un cambio de escenario político en la Argentina, con una oposición que ya salió a criticar el acuerdo, o un vuelco de Macron, que luego de haber sido jaqueado por los "chalecos amarillos" se muestra más receptivo a las demandas y susceptible a las críticas, podrían frenar lo logrado.
También es esperable que se modifiquen, a mediano plazo, las costumbres políticas y las condiciones macroeconómicas de los países del Mercosur para que brinden mayor estabilidad a sus economías. Por un lado, deberán llevar adelante reformas tributarias, construir cadenas productivas eficaces, reducir costos logísticos y mejorar la infraestructura vinculada al transporte, y por otro -y no menos importante- deberán volverse previsibles política y económicamente y mantener en orden las cuentas públicas, porque a partir de la plena entrada en vigencia de todas las cuotas y de la eliminación de las barreras arancelarias para las mismas, importantes sectores productivos, importadores y consumidores -vinculados o no al sector externo- van a quedar por fuera de las estructuras clientelares de nuestros sistemas políticos actuales y pueden convertirse en grupos de presión críticos de los rumbos económicos. Finalmente está el temor que en la Argentina se tiene por una potencial reforma laboral que ayude a la competitividad de los distintos sectores productivos, pero que paralelamente pueda implicar una caída en el ingreso del trabajador, su inestabilidad laboral o la pérdida de algunos logros gremiales, como se ha visto en la reforma laboral que llevó adelante Temer en Brasil. Pero, como contrapartida, estos acuerdos de bloques exigen igualar los compromisos por los derechos del trabajador, por lo que se disminuyen los riesgos de explotación. Algo similar ocurre con los peligros ambientales, al demandar Francia que los países cumplan con el Acuerdo de París, que regula la emisión de gases de efecto invernadero.
El tema es que los recelos de nuestra industria y los del sector agrícola-ganadero europeo pueden hacer fracasar el acuerdo por culpa del "síndrome del plomero polaco", aquel que afectó a los franceses hace quince años cuando, temerosos por el ingreso de trabajadores polacos y bálticos, votaron negativamente la entrada en vigencia de una constitución común y desataron una crisis institucional que conmocionó a toda la Unión Europea.