Los trágicos acontecimientos de Nicaragua que provocaron la muerte de 30 personas en las protestas antigubernamentales de los últimos días deberían convertirse en un caso de estudio en todas las universidades latinoamericanas de lo que sucede cuando la comunidad empresarial de un país decide hacerse amiga de un dictador: la cosa invariablemente termina mal.
Eso es exactamente lo que pasó en Nicaragua desde 2006, cuando el presidente Daniel Ortega ganó las elecciones y, siguiendo el manual chavista, comenzó a socavar las instituciones: se adueñó de la Corte Suprema, prohibió los principales partidos opositores, cambió las reglas para permitir su reelección indefinida y convirtió al país en un feudo familiar.

En una sucesión en cámara lenta de medidas anticonstitucionales que terminaron con la democracia sin atraer mucha atención internacional, Ortega y la vicepresidenta Rosario Murillo, su esposa, han terminado dirigiendo el país a su antojo. Son viejos revolucionarios sandinistas que se aferran a una retórica izquierdista radical, pero que hasta ahora han gobernado en una dulce armonía con la mayoría de los líderes empresariales del país.
Su dictadura familiar respaldada por Venezuela es muy similar a la del fallecido dictador Anastasio Somoza, apoyado por EEUU, en las décadas del "60 y "70. No es casual que los estudiantes que protestaban en las calles esta semana corearan: "¡Ortega, Somoza, son la misma cosa!".
Para mi sorpresa, y repulsión, más de un empresario nicaragüense me ha dicho en privado en los últimos años que "Ortega es el mejor presidente que tuvimos". Sus explicaciones invariablemente eran que Ortega permitía a los empresarios hacer lo que quisieran, siempre y cuando no interfirieran con sus planes de acaparar cada vez más poderes.
En virtud de un acuerdo tácito entre el gobierno y las cúpulas empresariales de la COSEP y otras entidades empresariales, los dirigentes empresarios eran invitados periódicamente al palacio de gobierno para ayudar a redactar leyes que afectaban sus negocios.
Carlos Fernando Chamorro, el valiente editor del sitio web nicaragüense Confidencial.com.ni, me respondió con suma franqueza cuando le pregunté esta semana si la comunidad empresarial no tiene parte de la culpa de la erosión de la democracia en su país. Dijo que no hay nada de malo en que el gobierno y los empresarios dialoguen. Lo cuestionable es que fue un diálogo que excluyó a los demás sectores de la sociedad.
Afortunadamente, el COSEP y otras cámaras empresariales parecen haber aprendido de su error. Tras la brutal represión gubernamental de las protestas estudiantiles, el COSEP convocó a una manifestación pacífica a nivel nacional en solidaridad con los estudiantes, culpó al gobierno por las reformas de la Seguridad Social que desencadenaron las protestas, y pidió un "diálogo inclusivo" liderado por la Conferencia Episcopal.
Esto es importante para Nicaragua y para otros países que potencialmente podrían enfrentar líderes autoritarios.
La actual rebelión popular de Nicaragua debería ser un recordatorio para los líderes empresariales en toda América latina de que no hay tal cosa como un dictador bueno.
