Hay puertas que no se abren fácilmente. No se trata del material con el que están hechas, sino de puertas que se abren desde adentro. No hay cerraduras ni manivelas que otro deba superar. Nadie puede sobornar la puerta. Porque el picaporte sólo lo acciona quien habita en su interior. Una de esas es la puerta del alma. Es cierto que a veces protegen, pero también pueden ahogar. Dice un conocido refrán que "El miedo no es zonzo ni anda en burro". Y hasta cierto punto, es así. En la medida que nos pone en alerta y permite defendernos de un peligro, el miedo se convierte en aliado. Pero en su exceso está el riesgo. El riesgo de que las mismas puertas que protegen, nos terminen encerrando y aislando, cual caverna de Segismundo. Es verdad que todos tenemos miedo a que nos hagan daño, pero no por ello debemos encerrar a nuestro yo para evitar sufrimientos. 

Cuidando la vida interior

La puerta del alma suele ser un cerco invisible entre el yo y el mundo externo. Su nombre es pudor. Una especie de velo que cubre y resguarda nuestra interioridad. Un sentimiento de recato que nos protege de miradas ajenas. Le cuesta al alma asumir su propia desnudez ante miradas demasiado inquisidoras. No faltan hurones que pretenden saltar el cerco. Por eso el alma es una especie de guarida y el pudor su celoso guardián. El yo dolido suele sentirse allí cuidado, pero convertido en prisión, también es su propio carcelero. El alma puede así, ser nuestro Alcázar o nuestras alas. Nunca entenderé porqué pudiendo rozar el cielo como águilas, hemos de optar por bloquear con rocas la entrada. Vaya paradoja de la vida interior: preferimos ser piedra cuando anhelamos tener alas.

El otro como templo

Como docente universitaria, he tenido el privilegio de acompañar durante años, verdaderos procesos de discernimiento. He sido testigo en más de una ocasión, de toma de decisiones difíciles que han requerido libertad, coraje y muchas veces, renunciamientos. No siempre he compartido el sentido y alcance de las decisiones tomadas. Pero no se trata de uno, se trata del otro. Y el otro es un templo sagrado al que no puedo entrar a empujones ni subrepticiamente. Ni abriendo él la puerta de su alma, tengo permiso para convertirme en fisgón que merodea en lo ajeno. Muchas veces me he preguntado sí hice lo suficiente. Pero de algo estoy segura: estar, escuchar, aceptar y acompañar son verbos que debemos conjugar en nuestra relación con los demás.

Somos testigos del otro. Y cuando digo "testigo", no lo hago como forma de autoexclusión, sino para reafirmarlo en su interioridad y autodeterminación. Nunca estuve ni estaré en el lugar de nadie. Apenas puedo con la difícil tarea de ocupar el mío. Tener claro este punto, me ayudó a procurar no ser juez de la vida moral de nadie. No es fácil y no siempre lo he logrado. Todos tenemos en mayor o menor medida, esa tentación atávica de subirnos a la tarima y mirar desde arriba las debilidades ajenas. Mala consejera la soberbia.

Escribo esto y no puedo dejar de pensar en aquel joven que me esperó una tarde al finalizar la clase. Quería hablar. Durante un largo rato permaneció en silencio con la cabeza hundida entre sus manos. Mientras yo pensaba cómo ayudarle a abrir su alma, él empezó a hablar casi sollozando. Con el tiempo comprendí que la puerta la abrió antes, cuando pidió ayuda. A veces por poner tan alta nuestra expectativa sobre el otro, se nos escapan los gestos simples a través de los cuales, el alma habla con su propio lenguaje.

 

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo