
El ascensor asciende lentamente. Calculo haber subido unos tres metros. Pienso que desde allí la ciudad sigue siendo la misma, aunque no la veo en el ascenso, la sorpresa queda reservada para el final. Un imaginario piso más; la monotonía casi adormecedora de la subida asemeja un viaje en balsa a merced de un oleaje manso. Desde ese recinto especial (el brazo de la catedral extendido hacia el cielo) uno aspira un clima místico; las manos de Dios empujan hacia arriba, hacia algún destino insondable que zurcen con su aleteo las palomas que son dueña de la plaza Veinticinco y que se dispersan en estampida. Estoy solo. Creo que es lo mejor, ese silencio cómplice que se me pega sin un gesto y me permite paladear lo que estoy viviendo. Es un día frío de julio, pero el solcito amigo de las diez de la mañana hace todo bello. Debo haber subido unos quince metros. El ascensor se balancea casi imperceptiblemente para recordarme que sigo subiendo. Las bocinas de los conductores nerviosos taconean la mañana que se despereza. Recuerdo que una vez subí por elevador al maravilloso estadio Maracaná. En un santiamén la ascensorista nos anunció que llegábamos a su cúspide; entonces se abrió la puerta: a los pies (casi un valle desde un cerro), yacía el verde rectángulo que semeja una lejana mesa de pool cercada por un coliseo indescriptible; una impresión extraordinaria. La altura potencia las emociones; una ciudad desde el avión es una fantasía, una leyenda; todo puede abarcarse desde allí, todo imaginarse, todo soñarse, pero nada se palpa.
Desde mis cavilaciones, sospecho que he subido varios pisos imaginarios más. Los sonidos parecían desvanecerse, esfumarse un poco. Un navajazo de sol sanjuanino, imponente aún en invierno, me "arrincona alguna sombra", como magistralmente pinta Arsenio Aguirre en una zamba que describe la tristeza de estar enfermo y la dicha de ver entrar desde la ventana un rayo de sol que lo defiende. El ascensor se detiene con un breve estremecimiento. Gime a modo de confesión. Las manos de Dios ya no empujan. Recuerdo una vez más que desde las alturas las cosas son distintas, más nuestras pero menos tangibles. Abro la puerta, subo unos escalones y ya está. A la vista una verdadera revelación que me estremece. De todo corazón, sugiero esta experiencia.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete
