
Va apagándose el año 2020, año que quedará grabado a fuego en nuestras vidas, dejando un cúmulo de adversos recuerdos, y de heridas que tardarán en cicatrizar. Y fue en este tiempo cuando los humanos nos aferramos a las cosas más simples o cotidianas de nuestra existencia, de nuestro terruño, que usualmente pasan desapercibidas. Particularmente agudicé mi mirada en el paisaje de esta querida tierra que me vio nacer. Enfocarse hacia esa pintura viva, fue una de las maneras -como lo habrán realizado tantas personas- de sobrellevar las contingencias que vivimos y que aún continúan amenazantes, sin ánimo de ser apocalíptico. Retomando el tema, como dije el paisaje, la geografía local y las usanzas vinculadas a ellos, son una suerte de símbolos que nos permiten prevalecer o sostener la existencia. A modo de modelo aludo los amaneceres sanjuaninos. Ellos me fascinan y llenan de entusiasmo. Mirarlos es un regalo a los ojos y sentidos. A partir de la llegada de la primavera, ritualmente observe una y otra vez la luz del alba. Lentamente comienzan a iluminarse las montañas legendarias del macizo de Pie de Palo, topónimo que encierra varias "historias” o leyendas lejanas. Es maravilloso ver esos cerros que van tomando colores de distintos matices, hasta que febo, ya más alto, comienza a iluminar el Valle de Tulum. Quizá este momento sea el más propicio para saludar a la naturaleza, y pedirle indulgencia por los males que le hemos causado. Junto a este momento supremo -el del alumbramiento de una nueva jornada- en las zonas campestres o semicamprestes, escuchar y observar los pájaros como los horneros, pitojuanes, o las famosas tortolitas, es un momento soberano. Ahí las vemos, emitiendo los más disímiles cantos, comenzando el laboreo en pos de su existencia; algunas buscando barro para construir nidos, ramas o pajas. Y las miramos posarse en nuestra particular flora, escudriñando que lugar puede ser el más protector para sus vidas. Los árboles, o los pastizales, cuando despunta el día, aún conservan ese aroma a rocío, tan particular que percibimos a lo lejos, es como un perfume que calma nuestras angustias. Dejando de lado el amanecer sanjuanino; otro motivo o ejemplo que vale la pena valorizar o revalorizar -por obvios motivos- es el lento avance del agua por nuestras acequias, cuando llega el esperado turno. El agua, que viene a dar vida, va desparramándose perezosamente por esas acequias, o bordos. Resulta un placer y también un arte, instalar un "tapón”, azada en mano; para que este líquido vivificante se distribuya equitativamente. Finalizando el día, el crepúsculo sanjuanino posee cierto misterio. Mirando hacia el oeste, ahí vemos remisamente ocultarse el sol, emitiendo sobre las nubes un color fuego inigualable. Es este el momento, como dice Jaime Dávalos, "cuando vuelan las palomas por el cielo atardecido y al arrullarse en el monte regresan buscando el nido”.
Por el Prof. Edmundo Jorge Delgado
Magister en Historia
