El recorrido es breve. Dos cuadras apenas. Salir de mi casa, por San Miguel, pasar por la peluquería del "Flaco" Conturso, la casa de "los petardos", de los Gómez, los Montiveros, llegar hasta la esquina de don Pablo y doblar por Balcarce hasta llegar a la cancha de Del Bono. Rato antes, había estado escuchando "aperitivo dominical con los deportes", el programa del creador libretista, al decir de Juan Carlos Iglesias, don Néstor Antonio Gahona. Me gustaba oírlo en la sobremesa dominical. El "aperitivo" comenzaba con una de las famosas "apiladas de Borocoto" con historias de la pelota. Después don Néstor armaba algún guión sobre héroes deportivos, de los muchos que dio nuestro país. Recuerdo especialmente cuando revivió la historia de Miguel Ángel Firpo, el "toro salvaje de las pampas", y aquella famosa pelea en el Polo Ground de Estados Unidos, frente a Jack Dempesy. "Relataba" el combate Jorge Germán Ruiz y en el momento en que Firpo mandó al campeón del mundo contra las sillas del ring side, una voz paralela al relato comenzaba a contar 1, 2, 3, 4 y así siguió hasta 17, que fueron los segundos que tardó Dempsey en volver al cuadrilátero. Por supuesto que había ganado Firpo por nocaut, pero el árbitro ralentizó el conteo y a su cuenta de ocho, permitió que el norteamericano siguiera peleando. Finalmente noquearía al argentino, pero Firpo pasó a la historia en una pelea que se recuerda como la más emocionante de todos los tiempos. Con el relato de aquel aperitivo, yo me sentí que estaba en ese año de 1923, y me sacudía de bronca por la injusticia. Con la vivencia de las "apiladas" y estos recuerdos, rumbeaba por la vereda de la San Miguel. Esa tarde jugaba Del Bono. Cuando podía pagaba el seguro, y me metía en la popular. Cuando no, me trepaba a uno de los árboles detrás del arco este y desde la calle donde vivía el Wilson Quiroga veía los partidos. En esas ramas, el partido era algo especial, porque los compañeros trepados como yo, hacían sus comentarios medio en voz baja y como temiendo ser descubiertos. Si podía entrar, iba a los camarines, donde nuestros ídolos se preparaban para entrar. Era tan vívido el momento, que yo sentía que precalentaba también. Me gustaba el olor a aceite verde que salía de las manos de don Avila, el legendario masajista de mi equipo, que entre charla y risas frotaba las piernas de los cracks, para "prevenir algún tirón o desgarro", que eran fatales porque de ocurrir durante el partido, te dejaban el equipo con diez hombres. En ese entonces, los cambios no existían y se me dio por pensar que en esos años los jugadores padecían menos esa lesión que ahora. Así, con los jugadores ya preparados, listos para entrar, marchaba a las tribunas a sufrir con mi equipo. Maníes y olor mandarinas, ondeaban por entre la muchachada. Al ingreso de los equipos, mis jugadores adquirían estatura de gladiadores, de héroes que iban a una epopeya, a defender el bastión de la Esquina Colorada. ¡Qué fiestas aquellas!, barra fiel de equipo chico, que siempre le dio trabajo a los grandes, al que todo le costaba más, y que se metió en el corazón con la fuerza indestructible de las mejores cosas que han pasado en mi vida.

Por Orlando Navarro
Periodista
Rodolfo Crubellier
Ilustración