Aunque el momento es difícil, igualmente algunas hojas apresuradas caen cercadas por el noviazgo entre el verano que se retira y la ansiedad que se aspira en el aire por la dulce memoria que se aproxima. Estas hojas de marzo final son diferentes; el bronce, el ocre son su rostro ingenuo sobrevolando la ciudad en dirección de las palomas; y la humedad de las acequias. 

En un banco de la plaza una parejita se sube al pecho la mansa tarde, cobijando la adolescencia con abrigos simples sobre sus hombros. Un jubilado mira las cosas hasta el origen, con ojos dulces. Hay tiempo para esto en otoño. La fiebre ha cesado. Hay en el alma del paisaje un prisma especial estos días, para mirar en profundo y en sueños. Los jardines han atenuado un tanto su vida, pero no es ésta una muerte anunciada, nada más que un ademán hacia otra vida, el eterno ciclo, porque las flores continúan, los pájaros acomodan la proa a la tarde rubia, nada se detiene jamás. Se nos viene una pausa tras el fragor del estío o las honduras invernales. Un modo de tomar impulso para proseguir en dignidad e ilusiones entre bocinazos, miradas esquivas y viejos amores derogados.

Un rumor estudiantil copa plazas y aceras, y rondas de tortolitas le arremangan el sol a las mañanas. Una sensación extraña de estar en otro lado y a la vez aquí, nos remueve bastiones de desolación y la convierten en melancolía, esa posibilidad de extrañar y sentirse vivo pero vulnerable, hacerse la idea de la pequeña lágrima que no brota para poder tener siempre en el pecho una posibilidad de llorar sin morir. Es eso la nostalgia, un imperativo de la pequeña tristeza sobre una almohada de momentánea soledad. 

El otoño vuelve siempre con los mismos presentes. No hay en sus manos furores ni pasiones; medidos sentimientos parecidos a la dicha se aprovechan de su morada, y ahí se instalan. Todo es un poco más fácil en ese espacio entre la dureza de la lucha y el deseo de no claudicar.

El sol se hace de rogar, pero una tibieza palpable nos agasaja; un pájaro parecido al de ayer canta cuitas o amores en el jardín detenido en el tiempo. Aunque en este otoño bulla alguna tristeza, siempre habrá un amor en cada esquina y, como intenta la canción que me defiende ante tantos rumbos, "una golondrina conduciendo abril”; así me afirmaré en mis quimeras, para "caer cara al cielo, piel al cielo y morir una y mil veces este otoño en San Juan”. 

"Estas hojas de marzo final son diferentes; el bronce, el ocre son su rostro ingenuo sobrevolando la ciudad en dirección de las palomas…”

 

 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete