Nota de Clarin

Son las dos de la madrugada del 2 de agosto y en un cuarto de hotel de la capital japonesa se desata un infierno. Germán Chiaraviglio lleva su sexta noche de aislamiento por ser positivo de Covid-19 en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 y el mundo se desmorona en su mente. Todavía no sabe que vive un ataque de pánico. Pero sufre. Y cómo sufre.

“Empecé a sentirme raro. La habitación se achicaba. El techo se empezaba a bajar. Me dije: ‘Germán, estás alucinando’. Tenía una sensación de agobio o de claustrofobia -intenta ser preciso-. Salí de la habitación y bajé al lobby a las 3 de la mañana, a pesar de que a esa hora no se podía. Pero me chupó un huevo. Me sentía muy mal. Faltaban tres días para salir del aislamiento, pero yo no podía estar ni una hora más ahí adentro encerrado en ese lugar. Era muy feo. Intenté abrir la puerta para salir a la calle. No me importaba si me agarraba un policía. Estaba cerrada. Y estuve hasta las 5 caminando por el lobby. Hablé por teléfono con personas que me dieron una mano y mi psicólogo estaba al pie del cañón. Pero al otro día tenía miedo de que me volviera a ocurrir”.

La regla era clara: atleta que daba positivo de coronavirus en el PCR, atleta que iba directo a una cuarentena de 10 días solo en una habitación. Y adiós sueño olímpico. Germán y los miles de deportistas que aterrizaron en Japón tenían claro el panorama. Lo que jamás imaginó el garrochista santafesino es que su contagio lo convertiría en un paria. En un desecho humano al que alojaron, alimentaron y le preguntaban por sus síntomas, pero jamás por su estado emocional ni por su salud mental.

Las agencias de noticias habían difundido testimonios de atletas en su misma situación. Y los deportistas lo contaron en sus redes sociales. Pero cada uno hace lo que puede con lo que vive y Germán se la bancó solito sin hacerlo público. Había que salir primero de “ese cautiverio”, de “esa prisión”, como la definirá. Había que salir luego de Japón para reencontrarse con su familia en Barcelona. Había que procesar el calvario que vivió. Y entonces ahora lo hace público por primera vez en esta charla de una hora con este periodista al que le había pedido tiempo para hablar. Lo necesitaba.

Todo lo que contará es realmente inverosímil. Impropio de la cita deportiva más importante. Una afrenta a las condiciones básicas de trato de un ser humano que vive una situación de estrés y cursa una enfermedad, por más que haya recibido las dos dosis de la vacuna Pfizer en Miami y en España.

Es uno de los 540 casos de coronavirus oficialmente confirmados en Tokio entre el 1° de julio y el 15 de agosto, entre quienes debían competir o trabajar en los Juegos Olímpicos. El único argentino. Y hay que tragar saliva y respirar hondo para escucharlo y, ahora, leerlo. Su relato habla por sí solo.

Bienvenido a Tokio

“Viajé el 22 de julio desde Roma con el PCR negativo en un vuelo directo a Tokio, donde llegué el 23, el día de la ceremonia de apertura. En el aeropuerto cumplí con todos los requisitos administrativos y sanitarios. Al entrar a la Villa Olímpica estaba cansado pero muy alegre y con euforia. Así que me puse el traje y arranqué con los muchachos hacia el estadio -pone primera-. Fue una ceremonia rara, distinta por ser sin gente, pero muy linda y muy emotiva como todas en las que me tocó participar. Porque se enciende la llama y para nosotros arranca la fiesta. Estaba muy feliz y terminé comiendo a medianoche en la Villa. Empezaba un supuesto nuevo capítulo de unos Juegos Olímpicos raros pero Juegos Olímpicos al fin”.

Pronto la alegría mutó. “Desde el 24, el primer día en que estuve activo y operativo en la Villa, empecé a vivir una situación muy rara, que terminó siendo un calvario. Hasta el 27, di positivo en los cuatro análisis diarios de saliva, pero negativo en el hisopado -explica-. Todas las mañanas a las 7 escupía en un frasco de vidrio y lo tenía que llevar a una clínica que estaba dentro de la Villa. Cuando le avisaron a la persona responsable del Comité Olímpico Argentino de mi primer positivo en la saliva, se activó un protocolo donde automáticamente me aislaron en una sala de esa clínica y debía esperar tres horas el resultado del PCR. Solo, aislado”. 

“Imaginate lo que pasa por la cabeza de un atleta que hace años que se viene preparando para unos Juegos Olímpicos y debe estar tres horas en una sala para saber si te vas o si te quedás en la Villa -desgrana-. Si sos negativo, volvés a tu vida normal, a entrenarte, y tu sueño sigue. Si sos positivo, se acabó tu sueño olímpico. Durante cuatro días viví esa dualidad, esa bifurcación mental…”

-Debe ser imposible concentrarse porque te gana la intranquilidad…

-Perdía las mañanas y no me podía entrenar. Te decís: “Bueno, lo hago a la tarde”. Pero no es que no lo hacía porque había perdido el bondi. No me podía entrenar a la mañana porque vivía esta situación un poco hostil y con incertidumbre. Al tercer día, mi cabeza estaba en cualquier lado. Me costaba concentrarme a la noche. No dormía bien, porque sabía que al otro día a las 7 me sonaba el teléfono y me iban a aislar en una habitación por ser positivo. No le echo la culpa a nadie. Simplemente cuento lo que me ocurrió y cómo lo viví, porque ya no era una linda experiencia.

-Mentalmente estabas afuera de los Juegos Olímpicos…

-Yo tenía que competir el 31 y ya el 26 estaba preocupado porque no entendía lo que pasaba. Evidentemente, lo estaba incubando. Es raro sentirte afuera cuando te sentís normal, pero mentalmente estaba medio afuera. Pensar en competir hubiera sido el éxito. Ni siquiera podía pensar en cómo me iba a ir ni a qué podía apuntar. No tenía energía.

Adiós Juegos

28 de julio. Germán arma la mochila como si fuera el bolso de la embarazada que asiste a un monitoreo fetal: por las dudas se desencadene el efecto dominó. Y aquel día se desencadenó nomás.

“Cada día tenía que ir a la sala a esperar el PCR con mi mochila armada por si daba positivo y me tenía que ir de la Villa directamente sin volver a la habitación. Lindo mensaje armarte una mochila sin saber si en tres horas te sacan. La armaba y volvía feliz. Al otro día lo mismo. Hasta el 28 -hace un punto-. Ese día ya me la vi negra, porque me tomaron la temperatura y tenía 37, que no es fiebre pero todos los días había tenido 36,2 o 36,4. Me llamó la atención. Y esa noche empecé a levantar un poco de temperatura”.

-¿Cómo fue el momento en que te dicen: “Diste positivo. Seguinos”?

-Cada vez que venían a verme, había dos o tres con el mameluco como los de Monster Inc. Con suerte uno hablaba más o menos inglés y me dice: “Diste positivo. Te vamos a pedir un auto y te van a llevar a un hotel que puso la organización. Te tenés que aislar durante 10 días”. No podía tener contacto con nadie más. Javier (Benítez, su entrenador, con el que compartía la habitación y jamás dio positivo) me armó la valija y me la llevó antes de subirme al taxi. Lo vi cinco minutos. Fue la última vez que lo vi, porque se volvió a la Argentina. Y yo me fui al hotel.

La “prisión”

Fueron varios los atletas que contaron que se sintieron como presos durante su aislamiento. Abandonados sin contención. Germán es el eslabón que se suma a esta cadena demencial de destrato hacia personas enfermas y en riesgo de colapso emocional. Patético.

“Fue difícil. No hubo maltrato sino que fue un trato frío, distante. Daba la sensación de que no trataban con seres humanos y solo aplicaban protocolos -relata-. No estaba contemplada de ninguna manera la cuestión emocional o cómo podía llegar a afectar el encierro. Porque fue un encierro. Y sí: sentí que era una prisión”.

-¿Por qué?

-Desde el día que entré al hotel, no tuve contacto con ninguna persona de las que atendía. Estaban mis cosas preparadas y tenía que llevarlas a mi habitación. Podía bajar tres veces al día a buscar la comida: de 8 a 9, de 11 a 12 y de 18 a 19. Estaban las bandejitas en unas mesas en la recepción y nosotros teníamos que recolectarlas y bajar nuestra basura. Nadie te limpiaba la habitación. Y si querías tener contacto con alguien en la planta baja, tenías que golpear una ventana y contactarte a través de un vidrio.

-¿Qué fue lo más bizarro o ilógico que te encontraste al llegar?

-Las ventanas de la habitación estaban selladas. No se podían abrir. O sea, no teníamos ventilación.

-¡¿Qué?!

-Imaginate. Todos teníamos una enfermedad como el Covid-19, que afecta a las vías respiratorias, y el único aire que se podía respirar era el del aire acondicionado. No estuvo pensado. Para no preocupar a la población japonesa, avisaron: “Si hay gente con Covid, la vamos a encerrar en un hotel, pero no van a abrir las ventanas así el virus no sale hacia ustedes sino que quedará en los infectados”. Yo tuve síntomas leves, pero alguien afectado en las vías respiratorias no puede estar con el aire acondicionado todo el día. No es aire fresco.

-¿Y los controles clínicos?

-En la habitación teníamos un parlante por el que te hablaban para avisarte de los horarios de las comidas. A las 7 y a las 16 te pedían que te tomaras la temperatura y la saturación de oxígeno. Básicamente, no había un momento del día en que no te sonara el parlante. Encima la habitación era chica. En el baño me daba la cabeza contra el techo. Complicado. Igual ahora que salí de Japón ya lo puedo decir que no me van a deportar: yo desarmé la ventana con un alicate para que entrara aire fresco.

-Contá esa “argentineada”, por favor.

-No tenía cuchillo porque no nos daban para comer; sólo tenedor y cuchara. Tengo una foto en la que me estoy cortando fideos con una tijera. Entonces agarré un alicate y le saqué dos o tres tornillos a la ventana. Giré una perilla y la pude abrir. Ahí me cambió la vida. Creo que habían pasado tres días de aislamiento. Y después le pasé la data a los otros “reclusos”.

-Un amigo…

-Es que ante tantos reclamos de la gente que no podía abrir sus ventanas y no podía respirar aire fresco, no se les ocurre mejor idea que ofrecernos subir a una habitación del cuarto piso. Estaba vacía, te abrían la ventana un poquito y un muñeco se quedaba al lado y te daba 15 minutos para que respiraras por un pedacito así. Te miraban durante los 15 minutos y chau: se terminó el turno. Ese era el aire fresco y la recreación. Para que te des una idea de lo humano que era el trato. De repente les llamó la atención que nadie más quisiera ir al cuarto piso. ¡Claro! ¡Todos ya habían abierto su propia ventana desarmándola y sacándole los tornillos como yo!

-¿Cómo les pasaste la data?

-En mi hotel éramos veintipico. Te cruzabas con los atletas a la hora de la comida, cuando bajábamos a retirar las bandejas. La charla eran sobre lo básico: “¿Cómo estás?”, “¿Tenés síntomas?”, “¿Hace cuántos días estás?”, “¿Cuándo te vas?”. Al final terminás haciendo amistad con las únicas personas con las cuales interactuás. En una de esas charlas, como teníamos Internet, por mensajes le tiré los tips a Sam Kendricks, garrochista que fue medallista olímpico en Río 2016 (bicampeón mundial en Londres 2017 y Doha 2019), que también quedó ahí aislado.

"All inclusive"

El menú en el “all inclusive” de Tokio no era muy variado. “Siempre había fideos o arroz con un poco de pollo. A veces pescado. Todo bastante insulso. Ensalada y unas verduras cocidas, pero no todos los días. Mermelada de un solo gusto. Y en la mitad de mi cuarentena empezaron a meter banana como fruta”, recuerda sin extrañar.

“Por suerte le pedí a la gente del COA que me mandara facturas de panadería para comer algo distinto, porque la comida era muy mala y repetitiva. Al menos unas Cocas y chocolates”, agrega.

¿Entrenar el cuerpo en esa “celda”? Inviable. Lo que salvó y motivó emocionalmente a Germán, además del diálogo familiar, fue ver los Juegos por la tele. “Ponía TyC Sports y la TV Pública desde la mañana a la noche -describe-. Tomaba mate y trataba de estar conectado y sentirme olímpico desde ese lugar porque era la forma de que se me pasara más rápido estar aislado y solo en un hotel en Japón”.

-¿Jamás te dieron contención psicológica?

-No se acercó absolutamente nadie del Comité Organizador ni del Comité Olímpico Internacional. Ni un médico, terapeuta, psicólogo o lo que sea para preguntarme: “Loco, ¿cómo estás del marote?”. Pensá que sólo recibí un mail de una psicóloga diciendo que estaba a disposición. Más frío que eso no hay. No nos dejaban salir ni siquiera a un patio a ver el sol. La ventana cerrada, los horarios estrictos… Esos eran los mensajes que me daban a entender que la parte humana no les importaba.

-¿Los abandonaron?

-Como teníamos Covid, para ellos éramos una amenaza para la población local. Con este encierro te sentías un delincuente. En diez días no salí al aire libre porque parecía que íbamos a contagiar a 100 millones de personas.

El colapso y el aire fresco

El 1° de agosto, quinta jornada en “prisión”, Germán ya no era el mismo de siempre. “Había sido un día un poco más bajón que los anteriores, porque estás aburrido y no tenés horarios ni ganas de nada. Dormía todo el día. Lo único que esperás es que pase el tiempo. Ni hambre me daba. Llega la noche y serían las dos o tres de la madrugada cuando empiezo a sentirme raro”, introduce para contar el shock que comenzaba a vivir y derivaría en el ataque de pánico.

La habitación que se achica. El techo que se baja. Alucinaciones. Agobio. La necesidad de salir del encierro, aunque fuera en cana. Pero la puerta estaba cerrada y había que convivir con el temor a reincidir.

-¿Te pasó de nuevo?

-Me dio un poco de cagazo, porque así como vino de la nada, dije: “Se puede disparar en algún otro momento de otro día”. Me costaba dormir. Estuve un poco perseguido. Fueron dos episodios, pero después por suerte los manejé. Dentro de todo los pude pilotear. Traté de ponerme alguna actividad: a las tres ordenaba la habitación, a las seis miraba la tele, a las siete armaba el mate…

-¿Cómo saliste de ahí?

-Les comenté lo que me había pasado, que no podía ser cómo nos tenían, pero a nadie le importó. Te llamaban por teléfono dos veces al día para saber si tenías síntomas. Yo tuve algunos. Pero se preocupaban por los síntomas físicos. De lo otro no. Al día 7 di positivo. Al día 8, negativo. Y me avisan que si volvía a dar negativo, iba a salir. Ahí me alegré. Me liberaron a los nueve días y medio, pude ver la semifinal del vóley, dormí una noche en la Villa y mi vuelo salió el viernes 6 de agosto.

-¿Qué sentiste al volver a la Villa?

-Primero sentía un poco de vergüenza porque pensaba que me iban a señalar. A fin de cuentas, fui el único argentino que no pudo competir por Covid-19. Pasó lo contrario. Todos me dieron palabras de aliento y me hicieron sentir muy bien. Muchos me mandaron mensajes durante todos esos días y eso también me ayudó muchísimo. Era todo raro. Ya me había sacado fotos con los anillos y cuando fui de nuevo a ese lugar ni siquiera me daban ganas de repetirlo. Fueron unos Juegos Olímpicos… raros. Esa última noche fue más reflexiva. Caminé y comí solo. Estaba tan feliz de estar libre… Fijate qué locura, ¿no?. Disfrutaba gozar de mi libertad. Pero lo único que quería era irme de Japón y volver con mi familia.

Papá Germán y el futuro

Germán Chiaraviglio descansó y repuso energías con su familia durante unos días en Barcelona. Su corazón lo necesitaba. Sabe que le va a costar procesar este golpazo de 2021, pero la tensión mayor se aflojó.

“Si bien creo que esto va a llevar un poco de tiempo para masticar, el pico de los momentos más duros ya pasó. Un indicio es que me picó el bichito de volver a saltar. La última vez que competí oficialmente fue el 10 de julio y es muy temprano para que termine el año -dice-. Podría haber dicho: “Se va todo al diablo. Termino el año y no quiero saber más nada con esto”. Pero ya pasó. Es difícil conseguir torneos con la temporada por terminar, pero no es algo que me preocupe. Me preocupa más lo emocional, lo mental, y eso es a lo que más le estoy apuntando y poniéndole pilas”.

Si de pilas recargadas se trata, su hija Ámbar es la fuente infinita de energía y amor. Nació un par de días antes de fin de año y Germán la disfruta junto a Pía, madre de la criatura. “La paternidad me pegó bien. Te muestra la vida desde otro lugar. Las prioridades cambian. Uno deja de darle importancia a ciertas cosas por las que antes te preocupabas y ahora te das cuenta que eran volátiles. El foco está puesto ahora en la bebé y en que crezca bien”, destila frases una detrás de la otra. Pueden sonar trilladas, pero todo padre las repite.

“Ella suaviza ciertos vaivenes de la vida diaria y me lleva a disfrutar de algo espectacular: esta aventura de ser padre, con sus partes difíciles y lo lindo. En parte me ayudó, me fortaleció, porque verla en video o en fotos eran motivos para pasar la cuarentena y volver a verla y motivarme. Era una zanahoria hacia donde ir. Verla era súper estimulante”, confiesa.

Fue un 2020 emocionalmente álgido para Germán, porque no compitió desde el 8 de diciembre de 2019 al 6 de noviembre del año pasado. Y Guillermo, su padre y entrenador, falleció el 15 de marzo. “Mirá, yo en general soy una persona bastante positiva. No vinculo los hechos de 2020 con esto como para decir: ‘Uy, ¡qué mala suerte!’”, pisa el freno.

Y le apuesta a ese optimismo que debe tener todo atleta de alto rendimiento para seguir en la lucha. “No me quiero quedar con esa sensación amarga del final de 2021. Este año fui campeón sudamericano, que no es menor, y me clasifiqué a Tokio 2020, que era el objetivo que me había planteado… Pensá que podría haberme contagiado dos semanas antes del Sudamericano y no clasificarme a Tokio. Siempre puede ser peor -repite como karma-. El 2021 fue un año en el que pude competir, fui muy estable, estoy bien de salud, sin dolores, y disfruté mucho de saltar en torneos”.

-Pero te tocó una bien mala en tus terceros Juegos Olímpicos, después de haber sido finalista en Río 2016…

-Obviamente que me dolió muchísimo no competir, porque me preparé durante mucho tiempo con mucho sacrificio. Pero al mismo tiempo te digo que como conocía las reglas, sabía que al que diera positivo lo sacarían. Cuando te pasa, te duele. Me tocó a mí y no me quiero parar en el lugar de la víctima. Me tocó. Ya está. Es un golpe durísimo y me va a costar levantarme. Es más, no sé si fue mi última experiencia olímpica, porque yo tengo 34 pirulos. Hay que seguir para adelante.