Si quien fuera el pilar del pensamiento racional, Aristóteles, estaba en lo cierto, la formación de las personas es más trascendente de lo que se admite. El esclarecido filósofo sostenía que el ser humano es una tabula rasa, es decir, sin ideas innatas ni instinto alguno que pudiera suplir la educación. Resulta incuestionable que no sólo las instituciones educativas enseñan, sino que somos también configurados por el entorno, los valores asimilados, la regencia de la propia voluntad, la época de desarrollo y los hábitos cultivados. Y, pese a lo que una desidia indulgente ha pretendido instalar, esto debe sostenerse durante toda la vida. Hasta no hace mucho constituía la aspiración general, por ejemplo, disponer de tiempo para lecturas o la delectación de artes como la música elevada. Cada cual iba palpando su superación, pese a que esa tabula rasa no llega a ser colmada jamás, por fortuna. Porque aquel espíritu humano que es íntegro, profundo e intenso, se ennoblece y completa siempre con cada aprendizaje. Y si en las primeras edades llega a comportar un sacrificio, el reconocimiento por la meta alcanzada instrumenta por sí una orientación de la persona hacia el mérito, hacia la consecución de objetivos.
De la historia del pensamiento emergen cuantiosas y dispares definiciones sobre educación. Todas convergen en que los conocimientos transforman a la persona en alguien mejor. Indiferente a ello, desde hace unos años, comenzó a distorsionarse el cariz de la educación. Determinados sectores fueron resignificando el sentido de toda formación, a un molesto requisito para conseguir trabajo o para recibir mejores remuneraciones. Otros entendieron a la preparación como un vehículo para el ascenso social o inclusive una especie de título nobiliario. Y no pocos han soportado la educación como algo ineludible para no quedar fuera de la sociedad. La idea de "mal necesario" ha sido el común denominador. Esto tuvo siniestra articulación con una perniciosa relajación de las exigencias al educando. Este breve proceso de dañina laxitud, produjo aberraciones tales como egresados universitarios con serias dificultades para comprender textos básicos. La autosuperación había sido desterrada. Se metamorfoseó al sistema educativo en un enorme club para relacionarse, en el mejor de los casos. Quien se ha escandalizado por esto o preguntado el por qué, no obtuvo respuestas.
Una dama ejemplar, que consagra su vida a la generosa tarea de alimentar a los más necesitados, Margarita Barrientos, en una reciente entrevista radial dilucidó lo que parecía sólo una frivolidad devenida en despropósito. En una crítica a planes sociales y a la dirigencia política en general, expresó: "Cuando una persona es educada sabe lo que quiere, no espera las promesas de ellos". Aquí reside el nudo del problema, en la autodeterminación y libre albedrío de quienes son efectivamente educados. Un ciudadano soberano, que trace planes para su propia vida, a determinadas doctrinas les genera exasperación.
