Tenía 22 años y atravesaba una consecuencia previsible en su vida: la separación de su marido, al que se unió con poco más de 16 años, como una forma de evitar los ultrajes sexuales de su papá cada mañana, cuando la iba a despertar para llevarla a la escuela. Parecía asunto superado pero en la noche del 21 de septiembre de 2016, un enésimo episodio de violencia la resolvió a denunciar todo. Esa noche, le pidió a unos sobrinos que la acompañaran hasta la casa de sus padres pero su hermano, padre de los chicos, se enojó y atacó a los niños y también a ella. Pero lo peor fue cuando, al llegar a su casa, su padre también la castigó, lanzándola incluso contra un termotanque.
Fue la gota que rebalsó el vaso porque esa vez huyó a la carrera hasta la calle, llamó al 911 y a la denuncia por lesiones también sumó una acusación mucho más grave contra ese violento progenitor: los reiterados abusos sexuales.
En su denuncia, enumeró los detalles de esos manoseos que sucedían casi todas las mañanas, desde que tuvo 13 años y hasta que casi cumplió 16. Los psicólogos le informaron al juez del caso que la joven no mentía y que le habían detectado una importante carga de angustia y otros indicadores de las víctimas de abuso sexual.
Y entonces el albañil jubilado (tiene 69 años) quedó procesado pero no fue a la cárcel a causa de su diabetes y sus problemas al corazón, dijeron fuentes judiciales.
Así llegó a juicio en la Sala III de la Cámara Penal, donde siguió el consejo de su defensor Claudio Vera y se allanó a un juicio abreviado en vez de un debate común. En ese acuerdo con el fiscal José Eduardo Mallea, aceptó ayer recibir 8 años y 5 meses de castigo por los abusos sexuales gravemente ultrajantes cometidos contra su propia hija.
Ahora, uno de los jueces del tribunal, Eugenio Barbera, deberá decidir si acepta o no el planteo y, de ser así, qué castigo imponer (nunca uno mayor) al confeso abusador.