Hoy lo recuerdo, abuelo Domingo. De andar silencioso y camiseta arremangada, aunque el invierno haya traído un frío de perros. Va de aquí para allá, incansablemente. A nadie molesta en su trajinar noble, que hoy está concentrado en cambiarle el motor a su camión, la herramienta que le permite mantener su casa, mujer y cinco hijas. Tiene dos motores, uno de repuesto y los hace trabajar alternativamente para prolongar su vida útil. El camión, contratado por el gobierno, tiene un trajín sostenido y siempre está "de hojita". Sus hijas son su orgullo. "Hubiera querido tener más", responde cuando le preguntan si no lo hubiese gustado tener un hijo varón.

Un silbido apenas audible, sale de sus labios como una letanía, y denuncia por dónde anda. Arranca muy temprano, cuando aún es de noche y la madrugada parece titubear detrás del Pie de Palo. Enfila con su camión hacia la obra de la Catedral de la Capital, y es el encargado de transportar los ladrillos que hoy ofrecen la vista excepcional de nuestro máximo templo. Esa labor la hizo con especial esmero en tiempos de Monseñor Sansierra, y él creía firmemente, aunque no fuese un católico practicante, que con su camioncito estaba colaborando en la obra de Dios.
Tenía fama de un hombre de carácter difícil, sobre todo con los candidatos que querían arrimárseles a sus hijas. Y todos los yernos tuvimos que pasar por el trámite de "pedir la mano". Otros tiempos naturalmente. Recuerdo que me preparé como para rendir una materia, pues era consciente que la primera impresión sería la fundamental. Pero ni falta que hizo. Contrariamente a todo lo esperado, me encontré con un hombre simple, de pocas palabras, y que solamente me pidió que "cumpliera".
Una vez "habilitado", don Domingo me esperaba con un vinito casero que preparaba en el fondo de su casa. Mis hijos, de pequeños, siempre lo recuerdan moliendo la uva "a pata limpia", y luego le seguían en sus tareas enológicas. Le tomaba ese vinito con mucho respeto y agradecimiento, y con cada sorbo sentía que me aquerenciaba con aquel hombre. Más bueno que el pan. A su casa la pintaba todos los años, cuando llegaba el tiempo de las navidades, que para él eran unas fiestas de extrema importancia y significado. Así como ordenaba guardar riguroso ayuno para el viernes santo, fecha en que no dejaba que se tocara una escoba en la casa. Y, menos, como era tradición, que se escuchara música.
"¡Viva Cantoni!", solía decir por ahí, cuando estaba alegre, y le gustaba aclarar que no era bloquista, sino cantonista. Era una diferenciación cuyo significado seguramente atesoran y entienden los militantes de "la estrella". Cuando se jubiló entró en un estado como de desorientación, porque se le cortó el tema del camión y los horarios del trabajo. Eso lo marcó para mal, pues estaba hecho para otra cosa y no para regar jardines precisamente. Su vida se fue diluyendo despacito y estoy seguro que a donde haya ido a parar definitivamente, lo habrán dejado entrar sin hacerle problemas, porque no tenía mayores cuentas que rendir. Así transcurrió su vida, de hombre simple, trabajador y afecto a la familia, y que me ha hecho muy bien recordar, abuelo Domingo.
Por Orlando Navarro – Periodista
