
Con un hilo de respiración coloqué la piedra en la honda de elástico cuadrado, que decían era el más potente. Lentamente y con esfuerzo mis bracitos de niño la estiraron al máximo. La alcé hasta mis ojos y apunté sin convicción y casi tiritando.
A mis pocos años, sólo por impulso de la aventura, muchas veces había tirado a los pájaros con hondas que fabricábamos con elástico extraído de viejas gomas de autos y nunca había podido dar en el blanco, y en mis adentro no es lo que quería. Jamás lo había hecho con esta de elástico especial, cuyo poder era temible.
El pájaro aún estaba en la horqueta del sauce, casi inmóvil, hermoso, más indefenso que mi inocente visión de la vida. Lo enfoqué con un ojo e imaginé hasta su respiración. Me concentré y solté de entre mis dedos el blando cuero de la honda que contenía la piedra. Un destello de aventura se liberó encendido desde mi pequeña mano. Un espasmo azul me voló desde el alma, directo al pájaro inocente. La distancia más corta entre él y yo fue mi mirada ansiosa y su distracción, el latido detenido de mi corazón alerta y su corazoncito cabalgando otras cosas.
Crujieron, se estremecieron unas hojas y la tarde aleteó sus últimos resuellos. Pude ver cuando el animalito quedaba afirmado en la horqueta, cristalizado unos tres o cuatro segundos y caía. Una lágrima roja vertió el paisaje. Vi con estupor esa llamita en decadencia que se desplomaba desde el sauce llorón. En un estremecimiento pensé haber derribado un pájaro rojo. Si estaba herido, rápidamente tenía que curarlo. Entonces, más solo que nunca, un vendaval de dudas y penas me atropelló. Aunque no quería verlo, corrí hasta él por entre las piedras y ramas crujientes. Sobre la tierra húmeda de septiembre, un dulce pajarillo, con el pico entreabierto y los ojos cerrados había descendido al subsuelo de la crueldad.
No tenía nadie a mi lado para compartir esa muerte repentina, frontal, que se me vino encima con todo el misterio de una revelación demasiado dura y que había salido de mis manos.
Conté el episodio a otros chicos, entre aventura y descubrimiento.
Todos deslumbrados por lo que lucía como hazaña. Nadie tenía entre sus manitas infantes una epopeya como la mía. Nadie tenía tampoco en el corazón una pena como la mía. La muerte es indescifrable en papeles y sueños, donde aparece como un hecho probable, un rincón de sombras, un final misterioso; otra cosa es ante nuestros ojos y nuestras manos. Creo que jamás lloré tanto. Nadie lo supo.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.
