Diego, la tarde del partido suspendido entre River y Boca.

Me va a resultar difícil escribir sobre él, Diego Joaquín. Nuestro hijo y hermano. Digo hijo, porque adquirió esa condición cuando tomó por compañera y se llevó a Formosa, su tierra natal, a mi hija más chica. Y fue un hermano para mis otros hijos. En mayo sucumbió ante el covid. Tenía 46 años. Murió Diego y nació un hombre nuevo a mis ojos. Porque de inmediato las redes sociales de Formosa se llenaron de frases de congoja y reconocimiento, a quien en vida fue, para la comunidad, un ser comprometido, íntegro y transparente. La cuestión social lo tenía muy preocupado. Y ocupado, siendo así como interpretó y ejerció la doctrina que abrazó de joven. Cierta vez, estando yo en Formosa, subí a su camioneta y me invadió un penetrante olor a carne. Me contó que la había llevado a alguna villa o merendero. Era tarea de todos los días. Se daba tiempo entre sus múltiples actividades como contador. Supe entonces que me encontraba, más que con mi yerno, con un hombre convencido que hacer el bien era su misión en la vida. Eso que el Altísimo nos pide, pero que nos cuesta emprender. Sólo amigos y su familia sabían de esa actividad. De lo que hablábamos largo con Diego, era de fútbol. Aprovechó un retorno de vacaciones, pasó por Buenos Aires, para llegar por la cancha de River. Llevó a mi nieto, de 4 años entonces, al Monumental.

Esa tarde, no se jugaba, pero hizo los trámites para pisar el césped, subirse a las tribunas, meterse en el museo "millonario", y tomarse fotos junto a Juan Dieguito y la copa Libertadores de América, ganada en Madrid ante Boca.

Ahora Diego descansa. Se lo llevó la pandemia, pero lo que esta no pudo llevarse fue el hondo recuerdo que dejó en todos los que lloraron su muerte y celebraron su vida. Para mí, pasó a ser uno de esos personajes inolvidables, dignos de imitar, que mi padre sabía leer en la revista "Selecciones". Hasta la vista, Diego.

Por Orlando Navarro
Periodista