La Educación Sexual Integral, obligatoria en las escuelas públicas y de gestión privada, ha vuelto a la polémica política, social, cultural y religiosa por el tratamiento legislativo de actualización de una ley que impone esta currícula desde hace 12 años, aunque aplicada esporádicamente o directamente ignorada en la mayoría de los establecimientos.

En septiembre pasado, las comisiones de Educación y Familia, Niñez y Adolescencia de la Cámara de Diputados de la Nación aprobaron un dictamen destinado a reformar la legislación, de manera de obligar a las escuelas confesionales a dictar los contenidos sin adaptarlos a su propio enfoque institucional.

Es decir, que no contradigan los contenidos consensuados por el Consejo Federal de Educación, por lo que se elimina del texto original la posibilidad de que los establecimientos los adapten a su ideario institucional y a las convicciones de sus miembros. La reforma agrega, además, la igualdad de trato para las diversas identidades de género y orientaciones sexuales.

Como ocurrió en el Congreso durante el debate sobre la despenalización del aborto, frenado en el Senado, la actualización de la educación sexual moviliza nuevamente al feminismo progresista "verde" con la inmediata confrontación del antiabortismo "celeste", y ahora con el agravante de los pañuelos naranja contra la Iglesia.

La carga ideológica y sectorial es la que impide ver el horizonte y complica la razonabilidad de cualquier debate parlamentario. Por eso es oportuna la posición fijada por el Episcopado a fin de ir con este tema más allá de saber qué hay que hacer para evitar un embarazo, o conocer cómo funcionan los genitales. Con lógica humanística, los obispos señalan que "debe ser una educación para el amor, que incluya la sexualidad pero que no se circunscriba sólo a ella".

Por eso los legisladores deben apuntar hacia un mensaje coherente en una cuestión tan delicada en la formación escolar de chicos y adolescentes. La escuela es un complemento de la enseñanza de los padres y debe respetar la libertad de conciencia y garantizar la formación religiosa del educando.

Los contenidos curriculares sobre la educación sexual no deben estar enfrentados con los principios morales y éticos del basamento familiar, ni tampoco circunscribir lo que se dice en las aulas como la única verdad. Ante todo, respetar los elementos teóricos, científicos y pedagógicos para crear conciencia ante la letra y el espíritu de la ley, pero sin adoctrinamientos antojadizos.