El reloj marcaba las 8:31 del 1 de mayo de 1982. Casi un mes del desembarco e tropas argentinas en las Islas Malvinas. Una Patrulla Aérea de Combate (PAC) inglesa integrada por tres Sea Harrier ataca el aeródromo de Darwin donde se encontraban apostados los IA-58 Pucará con distintos tipos de bombas incluso con las prohibidas “Belugas”.
La base, ya en alerta roja, ante los bombardeos aéreos a Puerto Argentino y con pilotos y auxiliares tratando de hacer despegar los aviones fueron sorprendidos por este ataque dejando numerosos fallecidos, entre el Cabo Primero Agustín Hugo Montaño que estaba trabajando bajo la cola de una de las aeronaves cuando fue alcanzado por una bomba.
Eran las primeras bajas argentinas, entre ellas la este sanjuanino. La familia se enteraría de la muerte recién el 5 de mayo. La lista sumaría al finalizar la guerra la pérdida de 24 vidas de sanjuaninos, 22 en el hundimiento del ARA Crucero General Belgrano ocurrido el 2 de mayo de 1982.
Montaño tenía 25 años, era oriundo de la Ciudad de Caucete. Él trabajaba en la Fuerza Aérea como especialista en los aviones Pucará, y tenía esposa y un hijo en Santa Fe. Es uno de los dos sanjuaninos que están enterrados en Darwin (el otro es el teniente Oscar Augusto Silva).
El desgarrador encuentro de Stella Maris con la tumba de su hermano
14 de marzo de 2018. Veteranos sanjuaninos que están en las Islas hace varios días van al cementerio de Darwin. Así vivió esa jornada histórica DIARIO DE CUYO junto a una de las hermanas de Montaño.
Stella Maris se levantó temprano. Fue a desayunar con el cuadro de su hermano Hugo, fallecido en Malvinas. Hasta partir, lo tuvo en su falda. Los 78 kilómetros entre Stanley y Darwin fue callada, mirando por la ventanilla. Y cuando llegó, encaró antes que nadie los 150 metros de un sendero de piedra que conduce al ingreso del cementerio.
Caminó presurosa entre las tumbas. No encontraba la lápida. Hasta que le indicaron dónde se encontraba. Se le humedecieron los ojos y se arrodilló para abrazar la cruz. Todos a su alrededor lloraron. La imagen fue verdaderamente desgarradora. Desde el sábado anterior que pisó la Isla, Stella Maris quería estar ahí. Fueron 36 años desde que le comunicaron la muerte.
Una carta que había preparado para el momento la leyó en voz alta. La escena resultó tristísima. Había mucho dolor que empezaba a salir. A sus 59 años, esta posibilidad de llegar a la tumba de quien fue su hermano compinche parecía algo imposible. Ese miércoles estaba ahí, frente de sus ojos.
El grupo de veteranos sanjuaninos trató de consolarla. Era imposible. Un mar de lágrimas corrían por sus mejillas ya rojizas. Y luego vino el silencio, el estar frente a su tumba, dejarle en la lápida el cuadro que trajo de San Juan y envolverle en la cruz una bandera argentina.
Se alejó sólo para las fotos de rigor que se sacó la delegación. Luego volvió, siempre volvió. Y estuvo hasta el último minuto. Quería estar un poco más, todo el tiempo que fuera posible. Habían pasado casi dos horas y seguía ahí.