Si se podía definir el primer tiempo de Peñarol era con una palabra: Incomodidad. Es que Independiente lo tenía maniatado sin pegar, sin meterse atrás. Lo había enmarañado desde el medio con mucha movilidad y lo sentía el Bohemio. Así, Facundo González no pudo jugar y con eso, el ataque de Peñarol era puro pelotazo. Sólo se debatía Gustavo Pereira. Ni aún con uno más tras la expulsión de Tisera, el equipo de Bove pudo jugar a su juego en el primer tiempo. Le costó. La peleó pero no alcanzó para al menos igualar en esa primera parte. Llegó el entretiempo y ahí, Peñarol empezó a ganarlo. Apostó todo Bove. Lo que le quedaba porque arrancó con Carlos Chávez por Francisco Fernández, cambiando a línea de tres en el fondo y sumando un punta más. Quedaron en la zaga Arturia-Costi-Rebeco para defender y en el medio, hubo otro movimiento con el rápido ingreso de Hernán Muñoz por Ceballos. Más juego, menos marca. Y la apuesta final, la ficha que quedaba fue la de Alan Cantero y su potencia. Ahí, Peñarol puso lo que le quedaba en la cancha. Tres atrás, tres volantes, enganche y tres puntas. Un libreto jugado que empezó a generar lo que quería su entrenador. Muñoz le manejó la pelota de lado a lado, Martín se cansó de escalar y el Carucha se soltó definitivamente a ser delantero. Llegó el empate, llegó el segundo y pudo haber existido un tercero. No alcanzó para ese gol tranquilizador pero la reacción anímica, táctica y estratégica terminó siendo el gran logro de un Peñarol que se adaptó a todo. Desde la adversidad de estar abajo en el marcador hasta llegar al empate y pasar a ganarlo. Una metamorfosis que lo terminó de completar como equipo.
Lesionado
Uno de los puntos salientes desde lo anímico fue la decisión de Pablo Costi de seguir en cancha aún sangrando. Es que a los 20" del primer tiempo Tisera lo cortó sobre el ojo derecho y el defensor se las bancó. Profuso sangrado que obligó a cambiar vendajes no lo dejó afuera de la gran final demostrando ese carácter que marca diferencias.