Este relato se lo debo al Guido González y al "Chichi" Cataldo, de la guardia vieja de la "Esquina Colorada".

Emérito Cabello vivía por la Cereceto, hoy Ignacio de la Roza, frente a "Cinzano" y al lado del mercadito que hace esquina en la Soler. Guapo, rápido para el cuchillo, y hombre cabal, copó la parada por la Esquina Colorada, en los años ’30 del siglo pasado. No extrañó que en los corrillos del vecindario se lo tuviese por vinculado a distintas ocupaciones de avería. Sabía tallar por otros arrabales y se lo vio seguido por la Costa Canal. Allí, por cuestiones de polleras, se asoció con un turco, hijo de madre curandera, con el que compartió varias justas orilleras. Más de un político requirió de sus servicios para sentir las espaldas seguras, en medio de un ambiente donde las hostilidades no se dirimían solamente en las urnas, sino también en los callejones sombríos de algún comité, donde el brillo del puñal ventilaba las disputas.

De mentas, se lo describe como de altura respetable, traje negro, camisa blanca, corbata negra e infaltable sombrero de copa. Se imponía por presencia, y le abrían cancha a su paso firme y bien plantado. Si le hacía falta un malevo a la Esquina Colorada, dicen que lo encontró en este hombre, a quien se lo tuvo por reconocido personaje de los tiempos aquellos, en que nuestros padres comenzaban a abrirse camino en la vida.
Un buen día murió. Ya estaba retirado y sus últimos años los pasó solo. Entreverado entre los recuerdos y la visita de viejos amigos que solían arrimarse a su rancho a rumiar los tiempos del malevaje, que ya a esa altura, años sesenta, eran cosa del pasado. No había un peso para el velorio, y nadie a quien preguntar qué hacer con el finado. Entre la muchachada se corrió la voz, y no había otra que hacerse cargo de ese hombre que merecía un digno final. Al "zurdo" Alaniz, le encomendaron la tarea de correrse hasta el kiosco de la esquina, para manguear algunos pesos entre la solidaridad del vecindario. El kiosco le había pertenecido a Alaniz, que lo vendió al Aroca y el "Niño" Martínez, que habían ganado la lotería. Ese era el lugar de referencia para todos los encuentros importantes por estos lados.

La recaudación fue para buena, y de la voluntad favorable de Juan Carlos Vallejo, del gremio municipal y presidente de Del Bono, se obtuvo un cajón decoroso, así como de un furgón para llevarlo hasta el Cementerio de la Capital. Entre Alaniz y los otros comedidos, unidos por el afán de ayudar, advirtieron que la plata alcanzaba para animarse a un asado y así pasar la noche en vela, como antaño era común. Del mercadito de la "Chiquita" Pereira trajeron varios kilos de carne, así como todo el stock de vino, calculado en alrededor de diez damajuanas. Se armó un velorio que tuvo pasajes memorables. Lo que ya era un festín, donde reinaba la carcajada y nadie bajaba la voz en honor del muerto. Pero este seguro que estaba feliz, luciendo sus negras prendas de hombre preparado para el entrevero. Pensaría que todo estaba bien así, dentro de ese "jonca" humilde, con el que se perdería en la noche de los tiempos. Al otro día partió el cortejo, primero a pulso y luego en el furgón. Todo el vecindario salió a la calle a despedir a "don Emérito", cuya memoria quedó grabada para siempre entre los habitantes de aquel cálido arrabal.