
Como si un manotazo del invierno hubiese castigado el jardín, el malvón se fue secando, a pesar de la ancestral resistencia de esta planta a los abandonos. Las cortinas que daban a la calle, siempre corridas y prolijas para dejar entrar la luz y la alegría, se cerraron con pronóstico de para siempre. Algo profundo y casi sobrenatural penetró la casa, que pareció traducir al gris su frente blanco y pulcro. Ella se había ido.
Un hálito de hogar abandonado emanaba de allí, a pesar de que él la habitaba, claro está, con su congoja a cuestas. Así como en el tango, territorio feraz de los trágicos pero bellos abandonos, aunque ella no lo había abandonado porque la separación fue acordada, ¿quién garantiza un corazón libre de penas cuando la sensación es de desamparo?
Una casa es algo casi mágico y hermoso, con una mujer adentro y algo muy distinto sin ella. Las moradas se han hecho para que el aroma y el paso de una mujer las habite, las complete, para que sean ámbitos de sol.
El tiempo se fue encargando de la tristeza que se sentía al pasar por allí. El tiempo es remedio, camino y escaparate. El jardincito se secó por completo. La verja parecía no dejar entrar a nada que no fuera soledad. Uno imagina que en las noches una escoba imaginaria sale a juntar las hojas del silencio y las deposita en un hueco insondable, hasta que se detienen en la nada.
Ha llegado la primavera y "ninguna flor”, como en el poema de Baldomero Fernández Moreno. Sin embargo, algo me hizo pensar que esta estación no viene en vano. Su colecta de flores y de verdes no pasa desapercibida por el mundo.
Hoy algo fundamental ha cambiado. En el centro del jardín donde reinaba el vacío, un joven malvón de flores blancas ha sido establecido. Ya asoman en los pasillos las crestas verdes de un césped casi infante y las cortinas se han plegado a modo de bienvenida, con ese gesto propio de las cosas cordiales. El sol estalla en los muros que parecen recobrar vida. Una fragancia a humedad ha sustituido la melancolía que se aspiraba en el ambiente, que uno imagina también húmeda pero punzante. Desde el interior, una leve musiquita como escapada de un organito de aquellos arrabales de Cadícamo u Homero Manzi, salta hacia la vereda como una bailarina de luz. No tengo dudas que ella ha vuelto.
