Hace pocos días un nuevo conflicto comenzó en Siria cuando el ejército turco decidió invadir las regiones kurdas en el norte de aquel país, para intentar crear una gigantesca franja de terreno donde colocar los millones de refugiados que se encuentran en su territorio. ¿Pero qué se esconde detrás de estas inesperadas hostilidades?
En Alemania, con el proceso de reconstrucción post Segunda Guerra Mundial, se hizo patente que, tras la pérdida demográfica causada por la guerra y la posterior emigración, se necesitaban trabajadores extranjeros para levantar la nación. Así, concurrieron al llamado españoles, italianos, balcánicos y turcos, particularmente de la etnia kurda.
Desde ese momento la inmigración kurda en este país se hizo importante, al punto de generar sus propios lobbies políticos que llevaron a los anfitriones a interesarse por su historia, cultura y derrotero.
Los vínculos entre Alemania y los kurdos se mostraron en la escena internacional en agosto de 2014, cuando el por entonces ministro de Relaciones Exteriores y actual presidente, Frank-Walter Steinmeier, visitó Bagdad y prometió ayuda a los kurdos iraquíes para enfrentar al Estado Islámico, al que combatían tanto en el noreste de Siria como en el norte de Iraq.
Steinmeier dio señales concretas del compromiso alemán al trasladarse al gigantesco campo de refugiados de Erbil, la capital del Kurdistán iraquí, que ya recibía ayuda humanitaria de Berlín, y en la que más de 600.000 personas -musulmanas, cristianas y yazidíes- se hallaban hacinadas por escapar del "terror sunita" del Estado Islámico -ISIS.
Pocos días después, la por entonces ministra de Defensa, Ursula von der Leyen, actual presidenta de la Comisión Europea, anunció que Alemania, en compañía de Italia y en menor medida de Francia, enviarían ayuda militar a los kurdos. La posición política estaba tomada y Berlín entraba a Medio Oriente con un peón propio como nunca antes lo había tenido: los kurdos.
Y es que el gran Kurdistán, con sus treinta millones de habitantes distribuidos entre Turquía, Siria Irán e Iraq, es una región extremadamente rica en petróleo y gas, y geográficamente estratégica.
La jugada alemana era riesgosa, pero de salir bien Europa podría obtener petróleo barato, mediante un oleoducto ya existente que conecta el norte de Iraq con el puerto turco de Ceyhan, y disminuir la dependencia del gas ruso si lograba inyectar el gas kurdo -e incluso iraní- al proyectado gasoducto "Nabucco", que pasaría por la península de Anatolia.
Angela Merkel, apelando a la excepcionalidad de la situación que vivían los kurdos y al drama de los refugiados, decidió romper con la tradicional política germana de no vender armas a países o grupos en conflictos y comenzó a pertrecharlos. Más allá de lo loable de la iniciativa, era evidente que el interés nacional estaba detrás.
Puestos manos a la obra, Berlín no solo aumentó la ayuda humanitaria, sino que comenzó con el envío de "material militar no mortal". Rápidamente, empezaron a llegar cascos, chalecos antibalas, sistemas de visión nocturna, detectores de explosivos y hospitales de campaña.
Italia, que ya enviaba a los kurdos ayuda logística y sanitaria, fue la primera que acompañó el esfuerzo alemán. Como por todo Medio Oriente está diseminado armamento ruso y de la antigua Unión Soviética, y los países y grupos de la región están familiarizados con él, los italianos decidieron no romper la cadena logística que la propia historia había construido y pusieron en manos kurdas grandes cantidades de armas ex soviéticas capturadas durante la Guerra de los Balcanes, como fusiles AK-47, lanzacohetes RPG-7 y toneladas de munición.
Siguiendo la enseñanza italiana, los alemanes mandaron muy poco equipamiento propio, apenas unos 10 blindados Dingo, y prefirieron comprar armas y municiones ex soviéticas a Ucrania para enviarlas, junto a 1.200 asesores militares, a los kurdos del norte de Siria, encuadrados en las Unidades de Protección Popular -YPG-, y a los peshmergas, los combatientes de la misma etnia que controlan el norte iraquí.
Finalmente, hasta los propios estadounidenses comprendieron la conveniencia de aliarse a esta etnia y también colaboraron con equipo y asesoramiento, convirtiéndose los kurdos en los socios sobre el terreno más confiables para Occidente.
La nueva efectividad kurda no se iba a hacer esperar. Desde Kobane, su capital en Siria, llevaron adelante un impresionante esfuerzo bélico. Primero resistiendo los embates del ISIS y, posteriormente, pasando a la ofensiva hasta llegar a ocupar su capital, Raqqa, en la parte oriental del país.
Pero los germanos sabían que los kurdos contaban con un enemigo más fuerte que el ISIS, y estos eran los turcos. Desde un primer momento, el régimen de Ankara hizo todo lo que estuvo a su alcance para ralentizar el auxilio europeo al Kurdistán, como no proporcionar sus aeropuertos para dificultar el traslado de la ayuda alemana.
El conflicto entre ambos países creció. Los teutones, que volvían a comportarse como una potencia con objetivos estratégicos, desplegaron una amplia red de espionaje en Turquía para estudiar la errática política exterior de Erdogan y, seguidamente, debilitaron el esfuerzo bélico de Ankara al desestimar once pedidos de compra de armas, repuestos y municiones que los turcos necesitaban para mantener operativas las armas alemanas compradas con anterioridad.
La agresión turca contra las regiones dominadas por los kurdos no es actual. Ya a principios de 2018 el ejército turco y el Ejército Sirio Libre, una milicia que contó inicialmente con el apoyo de Estados Unidos, Arabia Saudita, Jordania y Kuwait, pero que siempre fue títere de Ankara, lanzaron la Operación Rama de Olivo, con la intención de destruir las milicias kurdas.
El pretexto era que estas milicias, encuadradas en las YPG y con supuestos vínculos con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, un partido socialista de la minoría kurda de Turquía, son consideradas terroristas por Erdogan, el violento presidente turco que recuerda lo peor de los viejos sultanes.
La sorpresa que se llevaron fue mayúscula. De pronto los poderosos tanques turcos Leopard 2-A4, de origen alemán, que no sabían emplearlos en combate urbano, comenzaron a ser destruidos uno a uno en su intento por capturar la ciudad kurda de Afrin, lo que terminó abruptamente con la operación.
Ahora, al ordenar el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, la retirada de los soldados estadounidenses de Siria, particularmente de aquellos que separan a los kurdos del ejército turco, da rienda suelta a la más que probable matanza de kurdos por parte de Ankara, que ya ha demostrado a lo largo del siglo XX que no tiene reparos en aniquilar minorías étnicas, como hizo con los armenios entre 1915 y 1923.
Al mandatario estadounidense no le preocupó si con esa medida ponía en riesgo a los kurdos sirios, de los que pasó a defender, diciendo que iba "a destruir totalmente la economía turca" si Ankara los atacaba, a dejarlos abandonados a su suerte al declarar que "los kurdos no nos han ayudado en la Segunda Guerra Mundial", para finalmente, y ante las críticas generalizadas hasta de su propio partido, ofrecerse a mediar entre las partes.
Y es que, al desatar las manos de los turcos para que operen libremente en el noreste sirio, la Casa Blanca logra varios objetivos. Se acerca a Erdogan, introduce una cuña entre los turcos y los rusos -que ven en riesgo su plan para reconstruir geográficamente Siria-, y hiere de muerte la credibilidad de Alemania -y los planes energéticos europeos- si ésta no logra proteger a los kurdos.
Mientras tanto, el accionar violento de Erdogan despertó las críticas de la Unión Europea, las que pretendió acallar mediante el chantaje y la amenaza, diciendo que si ésta -o alguno de los estados que la integran- criticaban su intervención dejaría pasar a los más de tres millones de refugiados que tiene en su territorio para que avancen sobre Europa, precisamente los refugiados que espera recolocar en el territorio kurdo a ocupar.
En definitiva, lo que ocurre en Siria no es más que una actualización del determinismo profetizado por Friedrich List, aquél gran economista alemán de la primera mitad del siglo XIX, cuando sostuvo que el futuro del mundo iba a estar marcado por la competencia entre dos países: Estados Unidos y Alemania.