La historia de la Bolivia moderna será antes y después de Evo Morales. Es ineludible reconocer que hizo mucho por otorgar derechos a minorías históricamente marginadas, modernizar la infraestructura del país y colocarlo en la escena internacional. Pero también, con el paso del tiempo, será recordado como un personaje que no está exento de aciertos y contradicciones, algo propio para alguien que se construyó así mismo.
Evo, con la ayuda china, llevó adelante un proceso de modernización que fue único en la historia de su país. Demostrado con hechos, como modernizar los gasoductos, construir una gran represa hidroeléctrica o hacer montar seis aviones de entrenamiento K-8 Karakorum de origen sinopakistaní.
Pero, paralelamente, no ha querido eliminar la cultura de la "huasicamía", una costumbre ancestral por la que doncellas vírgenes son entregadas para realizar trabajos domésticos y que terminan siendo violadas por sus patrones. Tampoco quiso investigar las denuncias por corrupción en la obra pública, sobre todo aquellas que afectaron a la empresa china CAMC, a la que se le otorgaron grandes contratos de obras públicas sin licitación y de la que una amante de Evo fue directora ejecutiva.
Morales reconoció el aporte multiétnico que existe en el país del Altiplano y hasta buscó elementos simbólicos y culturales que lo representasen. Así, el país pasó a llamarse Estado Plurinacional de Bolivia, se reconocieron banderas, como la wiphala del pueblo aymara, de la que no se tienen muchas pruebas de su existencia histórica, y se han reconocido 36 idiomas nacionales que se suman al uso del español.
En cambio, se excedió en el retiro del Estado en varias regiones del país, donde algunos grupos comenzaron a actuar casi como "un Estado dentro del Estado" con el visto bueno del poder Ejecutivo. Es el caso de la región cocalera del Chapare, en el corazón de Bolivia, en la que se refugió Evo tras su renuncia.
Durante las negociaciones por el cambio climático, desarrolladas en Copenhague en 2009, el presidente Morales presentó una postura ecologista propia. Llegó a sostener que el cambio climático era el resultado de la "cultura de la muerte" -de raíz colonialista y capitalista- promovida por Occidente, y en su reemplazo proponía una idealizada cosmovisión andina que representaría la "cultura de la vida" en plena simbiosis con la naturaleza.
Lo cierto es que la ecología no estuvo tan presente durante su gobierno. Esto se pudo observar cuando más de 1.700 connacionales marcharon desde Trinidad, la capital del departamento de Beni, hasta La Paz, unos 500 kilómetros, para manifestarse contra la construcción de una carretera que causaría estragos ambientales y denunciando que estaba dirigida a sostener los intereses comerciales del "centralismo paceño".
Además, en 2017, doce comunidades guaraníes, entre ellas "Yumao" y "Tatarenda Nuevo", se quejaron por la construcción de la gigantesca represa "Rositas" debido a la deslocalización inconsulta a las que se las sometería y a la desertificación definitiva del territorio que ancestralmente ocuparon.
Finalmente, en julio de 2019, Morales firmó el Decreto Supremo 3973 por el que permitía una quema de terrenos y un desmonte récord para las tierras de la Amazonia. El decreto estaba orientado a ampliar las áreas de cultivo en el oriente boliviano por pedido de los pooles sojeros.
La historia terminó mal. Los incendios se extendieron y el Gobierno debió pedir auxilio y donaciones financieras internacionales para controlarlo. El propio Evo cayó en un exceso de histrionismo al vestirse de bombero y mostrarse ante la prensa apagando los focos de los mismos incendios que antes había propiciado.
Como productor y dirigente de los cocaleros de la región del Chapare, Morales logró que el cultivo de la coca sea reconocido legalmente y, tras la aprobación de la ley 906 del 2017, la "Ley de la coca", permitió llevar las plantaciones de 12.000 a 22.000 hectáreas, cuando en el país ya existían sugerentemente 25.000 hectáreas cultivadas.
Pero esta ley, lejos de tranquilizar a los cocaleros, produjo una profunda división, ya que generó un aumento excesivo en la cuota de lo que podían cultivar los productores del Chapare con respecto a los de Yungas, el lugar tradicional de la producción de coca en Bolivia.
Esto convirtió a los de Yungas en enemigos acérrimos de Morales y a los del Chapare en incondicionales. Los primeros han sostenido que sus plantas son las de mejor calidad y las destinadas al uso comercial, religioso y cultural -como lo es la práctica del "acullicu" o "coqueo"-, y acusan a los segundos de generar un largo excedente que vuelcan al mercado ilegal.
El enfrentamiento creció en 2017, cuando los de Yungas realizaron grandes marchas en La Paz para pedir la libertad de su líder, Franklin Gutiérrez, al que consideraban un preso político de Morales, que lo habría detenido por decir que la producción de la hoja de coca del Chapare terminaba en la cocaína, idea que se potenció cuando fuerzas de seguridad destruyeron pozas de maceración de coca y laboratorios de cocaína chapareños.
Recientemente, Evo llevó adelante su última gran contradicción. A los efectos de dar visos de legitimidad al proceso electoral por el que buscaba su cuarto mandato, eligió como organismo contralor a la Organización de los Estados Americanos, sabiendo, al decir de diplomáticos que han prestado servicio en ella, de la rigurosidad de la misma.
Sin embargo, llevó adelante un proceso electoral, a juzgar por informes de investigadores universitarios, de partidos de la oposición y de la misma OEA, con algunos vicios. Esto se sumó al hecho que, durante el recuento de votos, un sospechoso corte del servicio de energía eléctrica -que duró 23 horas- afectó la transmisión electrónica de los resultados, lo que impidió el inmediato conteo del 90% de las mesas, tal como el Tribunal Supremo Electoral lo preveía.
Así, al momento de suspenderse el escrutinio aparecía Evo como ganador, aunque debía ir a una peligrosa segunda vuelta, pero, restablecido el servicio eléctrico, el por entonces presidente ganaba definitivamente en primera vuelta con un exiguo 0,24%.
Lo que vino después era esperable. La oposición en pie de guerra llamando a no reconocer el resultado electoral, los choques entre oficialismo y oposición por el control de las calles y el paulatino abandono que sufrió Morales por parte de hombres e instituciones otrora aliadas. Primero las fuerzas de seguridad, luego funcionarios del gobierno -incluso de aquellos que habían resultado elegidos durante la última elección- y finalmente las fuerzas armadas. Fue el empujón final para un Morales ya golpeado por el incendio y saqueo de la casa de su hermana horas antes de la renuncia.
Toda interrupción de un mandato constitucional es ilegítima y constituye un golpe de Estado. Desde esta perspectiva amplia, y más allá que los elementos tradicionales de un golpe de Estado no estaban presentes -como la sorpresa, la rapidez o el reemplazo de un gobierno legalmente constituido por otro ilegítimo-, Evo denunció que, ya casi solo y sin poder restablecer el orden en las calles, le habían realizado un golpe.
Sin embargo, pocos recuerdan que el propio Morales fomentó y colaboró con procesos golpistas contra gobiernos también legalmente constituidos, como el de Gonzalo Sánchez de Lozada, en 2002, y -esencialmente- el de Carlos Mesa, en 2005.
Finalmente, Evo no supo reconocer el hartazgo de los más jóvenes -que nunca vieron otro presidente y que denuncian la corrupción estructural en su gobierno-, y no advirtió la aparición de nuevos liderazgos opositores que representan a colectivos religiosos que han cobrado fuerza, como el del pastor presbiteriano Chin Hyung Chung, tercero en las últimas elecciones, y el de Luis Fernando Camacho, ambos de Santa Cruz de la Sierra.
Muchas contradicciones en una figura que ha cambiado la fisonomía de Bolivia para siempre. Pero esto es tan real como que se ha producido el fin de la idealización de la figura de Morales, un personaje que no quiso, o no supo, dar el paso al costado a tiempo.