
Cuando aquella mañana salí a regar la delgada acera, entonces de tierra, la vi. Yo tendría unos catorce años y ella quizá trece. Barría con distracción en la puerta de la casa ubicada a unos veinte metros de la mía. De pronto levantó la vista y me miró de un modo que me estremeció y siguió barriendo.
Llegó al barrio en septiembre, creo, como la primera flor, a trabajar a la casa de unos vecinos y todos quisimos conquistarla desde nuestra precaria condición de galanes de poca adolescencia. Había escasas chicas en el barrio y todas ya eran amigas o mayores que nosotros. Era ella muy atractiva, de ojitos picarescos. Desde aquel día que la vi, solía echar alguna mirada tibia, aunque fuera muy disimuladamente y eso para mi era más que suficiente, me parecía que ya contaba de algún modo en sus días y sus noches en vela.
No recuerdo su nombre y no sé si lo confesaría, si me acordase. Cuando salía a la puerta, yo me ponía a hacer cualquier cosa en la calle. Mi timidez no me permitía intentar un acercamiento, hasta que un día nos cruzamos -no casualmente- en el territorio amplio y neutral de la calle; nos prodigamos una mirada discretísima pero suficiente y nada más; sí recuerdo que en ese momento sentí un cosquilleo extraño y un deseo inmenso de escribir algo, dejar en la piel de un papel los sensaciones que me acuciaron durante días y el testimonio del dardo de rosas que su mirada me había clavado. Sé que ella comentó a alguien del barrio que yo le resulté agradable y eso me llenó de orgullo, haciéndome tambalear aquel lejano corazón de los primeros vuelcos.
Tuve luego dos o tres cruces de palabras y algunos juegos compartidos con los demás chicos, y nada más. Al poco tiempo -como una flor que nos escamotea el viento- se fue sin previo aviso, no sé por qué ni hacia dónde, quizá quedó sin trabajo. Nunca tuve noticias de ella y sentí la sensación de haber perdido algo. Quizá, a los años, nos cruzamos por esas calles que uno frecuenta habitualmente, y ella, devolviéndome la timidez o el recato, tampoco se animara a decir nada; o, ya, con una vida encima y un montón de historia y sueños irreversibles, tampoco pudiera anunciar su presencia. Algo adentro me dice que ese encuentro ha ocurrido y que en el territorio de ese silencio mutuo que sólo sirve al corazón, es posible que de algún modo extraño hubiéremos retornado a la adolescencia.
