Nunca supo ni quiso saber quien fue su papá. Y desde muy temprano supo lo difícil de hacerle frente a la vida. A los 8 años se hizo conocido como el semitero de su barrio en Rawson. Luego, la necesidad y su coraje callejero lo corrieron a lustrar zapatos y vender diarios en el microcentro. Y con 16 años esa valentía lo llevó alistarse en La Marina, donde alguna vez le ordenaron ser parte de la custodia, en la Isla Martín García, del presidente democrático derrocado por un golpe militar, Arturo Frondizzi. Con poco más de 21 años, ya de regreso en San Juan y sin poder reincorporarse como militar, fue convencido por un amigo para entrar en la Policía. "Entonces la vida estaba tan difícil como ahora", recordó Juan Carlos Reinoso. Para entonces sabía del manejo de armas y de disciplina, y no le costó adaptarse a un trabajo que por esas épocas (década del 70) tenía a la fuerza local subordinada al mando militar que gobernaba el país. La fragua diaria de las complicaciones de una vida de necesidad y pobreza, el trajín de tratar con delincuentes y cumplir diversos roles como agente en la Policía, moldearon su carácter pero terminarían siendo, sin embargo, experiencias menores comparadas con la de aquel 1 de noviembre de 1980, un día bisagra, en el que por poco no lo matan a tiros. Un día que se inscribió también en la historia policial sanjuanina, porque el agente Reinoso (conocido como "El Chato", hoy de 77 años) no murió y pudo identificar a uno de los delincuentes que efectuó dos de los tres disparos que buscaron eliminarlo. Ese sujeto era José Narciso "El Jeta" Valdez, miembro de la renombrada banda de "Los Encapuchados", un grupo delictivo que por entonces perpetraban asaltos en casas de familias adineradas o empresas importantes. No se sabía quiénes eran y desaparecían como por arte de magia, porque se escondían en la casa del abogado Manlio Montilla, en pleno centro.
Reinoso recordó como si hubiera sido ayer aquel día en que lo tentó la muerte. En la mañana del 1 de noviembre, su jefe en la seccional 3ra de Trinidad, Capital, les recordó que tenían un operativo de control vehicular en República del Líbano y Mendoza, en Rawson, a las 17. Un rato después de iniciar esa tarea, el oficial a cargo le pidió que llevara con auto y todo a un infractor hasta la seccional. Estaban a poco de llegar cuando en Abraham Tapia y Sarassa, vio un tumulto de gente. Vio nervios, vio lágrimas. Y escuchó el pedido de auxilio de una mujer de apellido Valenzuela, que había logrado escapar por los fondos cuando un grupo de ladrones entraron a su casa. Habló de armas y lloraba, porque adentro estaba su hermana, dos sobrinas y sus hijos pequeños.
Y siguió a Reinoso de muy cerca. El policía insistió en que se alejara sin conseguirlo, desenfundó su 9 mm, pidió que llamaran a la Policía y puso bala en boca dispuesto a averiguar. Estaba a punto de entrar cuando vio salir a un sujeto a cara descubierta, también con una 9 mm. Dijo "Alto", pero el delincuente se le anticipó y descerrajó un disparo a escasos metros, que le arrancó el arma de su mano derecha y le lastimó tres dedos, cuando instintivamente buscó cubrirse el rostro con esa extremidad.
Aturdido y desarmado, otro balazo se le coló por el costado izquierdo de su cadera, atravesándole el cuerpo y lanzándolo al piso cuando pretendía esconderse en una acequia. Escuchó un tercer disparo, de otro delincuente, que rasgó su camisa desde el hombro hacia abajo por el brazo derecho, rebotó en el piso y lesionó las piernas a la mujer que le había pedido ayuda. Y no recordó más.
Cuando salió del aturdimiento se vio todo adolorido, ensangrentado y con miedo, porque no podía mover las piernas. "La bala no me tocó la médula por un milagro de Dios, si me hubieran querido matar ese día, me matan", agradece ahora.
Hasta aquel 1 de noviembre, llevaba 13 años en la Policía y el balazo en la cintura finalmente puso fin a su carrera. Tardó dos años en volver a caminar, pero quedó rengo.
Sortear la muerte fue un hecho significativo para él, para su esposa Mirta Servant (llevan 51 años de casados) y sus tres hijos. También para esclarecer el caso, porque en los álbunes de la Policía reconoció sin dudar a José Narciso "Jeta" Valdez, ese sujeto por entonces con salidas extramuros al que conocía, porque unos años antes se había escapado de una comisaría.
Y así facilitó la caída de la "Banda de los Encapuchados", integrada por Valdez, el abogado Montilla, Hugo Angel "Tucumano" Giménez (usaba uniforme policial para asaltar), Carlos Hugo "Lechón" Naveda y Roberto Jofré, a quienes se les atribuyeron 9 robos a mano armada entre el 21 de junio de 1980 y el 15 de enero de 1981.
Durante su recuperación, conoció hechos anecdóticos que también se le grabaron a fuego: como el vecino que le dijo que el intento de matarlo había ocurrido exactamente a las 18,57, porque justo a esa hora escuchaba por radio un partido entre San Martín vs Unión de Villa Krause cuando sobresaltó la balacera. O la vecina que barría la vereda y uno de esos ladrones, "Lechón" Naveda, le dijo que metiera a su casa porque había ocurrido un asalto y andaban a los tiros.
O aquella, más sorprendente que feliz, en la que una de sus hijas que es fisioterapeuta, tuvo que atender al sujeto que casi lo mata, "Jeta" Valdez, cuando se rehabilitaba, tras aquel asalto del 11 de febrero de 2006 en una calera de Los Berros, Sarmiento, en el que perdió una pierna porque un policía en patrullero lo aprisionó contra la caja de una camioneta en la que quería subir para seguir escapando.
Hoy, con 77 años, con una renguera en su pierna izquierda como secuela imborrable de aquella tarde, aún se emociona y asegura que volvería a actuar de la misma manera: "Uno es policía las 24 horas del día, los 365 días del año, uno está para el orden y para servir a la gente, nos decía un jefe. A mi me gustaba mi trabajo y solo cumplí mi deber… no busqué compensación, pero nunca tuve ningún reconocimiento en la Policía", concluyó Reinoso.