El escritor e historiador ruso, Premio Nobel de Literatura 1970, Alexander Solzhenitsyn, quien experimentó la crueldad del lager soviético, un día escribió: "Hemos olvidado a Dios: este es el verdadero mal; el resto es sólo consecuencia". Es verdad. La sociedad de hoy parece haber olvidado a Dios. He ahí la raíz de todos los males. Pero también a nosotros los cristianos nos ha sucedido algo similar. En efecto, a veces nos falta el fervor, la serenidad, la alegría de creer y de esperar. ¿Por qué? Sufrimos por un olvido: hemos olvidado al Espíritu Santo. Toda falta de fe es un espacio prohibido a Dios y por tanto, una terrible soledad. De parte de Dios siempre es Pentecostés. De parte nuestra muy raramente. Hoy es un día de gracia para entender y encontrar la actitud justa delante de Dios. 

La tarde de Pascua, Jesús en el Cenáculo sopló sobre los discípulos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo" (Jn 20,19-23). Este soplo de Cristo evoca el gesto de Dios que, en la creación, "sopló sobre el hombre, hecho de polvo del suelo, un aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente" (Gen 2,7). Con aquel gesto Jesús quiere decir que el Espíritu Santo es el soplo divino que da vida a la nueva creación, como dio vida a la primera creación. El Salmo responsorial de hoy subraya este tema: "Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra" (Sal 103,1-34). Proclamar que el Espíritu Santo es creador significa decir que su esfera de acción no se restringe sólo a la Iglesia, sino que se extiende a toda la creación. Ningún tiempo, ningún lugar están privados de su presencia activa. Lo más importante, a propósito del poder creador del Espíritu Santo, no es comprenderlo o explicar sus implicancias, sino experimentarlo. Para descubrirlo partimos del relato de la creación. "En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos, confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas" (Gen 1,1-2). Se deduce que el universo existía ya en el momento en que interviene el Espíritu, pero aún era informe y tenebroso caos. Es después de su acción cuando lo creado asume contornos precisos; la luz se separa de las tinieblas, la tierra del mar, y todo adquiere una forma definida. El Espíritu Santo es, por lo tanto, aquél que permite pasar del caos al cosmos, el que hace así algo bello, ordenado, limpio, realiza así un "mundo", según el doble significado de la palabra. La ciencia nos enseña hoy que este proceso ha durado millones de años, pero lo que la Sagrada Escritura quiere decirnos, con lenguaje sencillo e imaginativo, es que la lenta evolución hacia la vida y el orden actual del mundo no ocurrió por casualidad, obedeciendo a impulsos ciegos de la materia, sino por un proyecto aplicado en él, desde el inicio, por el Creador. La acción creadora de Dios no se limita al instante inicial. Él está siempre en acto de crear. Aplicado al Espíritu Santo, esto significa que Él es siempre el que hace pasar del caos al cosmos, esto es, del desorden al orden, de la confusión a la armonía, de la deformidad a la belleza, de la vejez a la juventud.

El papa Francisco en la homilía en Santa Marta, el 5 de febrero de 2015, subrayaba cómo la Iglesia, al confiar en el Espíritu Santo, anuncia libremente y sin complejos, pero en la pobreza, aliviando las miserias de los más pobres, sin olvidar nunca que este servicio es obra del Espíritu Santo y no de fuerzas humanas. Curar, levantar, liberar. Eso está llamada la Iglesia a ser: un hospital de campaña".

Sin el Espíritu Santo, Dios es lejano, Cristo queda en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple institución, la autoridad una dominación, la misión una propaganda, el culto una recitación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Luego de Pentecostés los apóstoles no sólo encontraron el coraje para hablar, sino también la fuerza para testimoniar el Evangelio. El testimonio es la demostración de algo que no se ve, hecha a través de gestos que se ven. Respecto a Moisés, la Biblia dice que "parecía que viese lo invisible". Y en Ex 34,7 se lee que aunque Moisés tenía ciento veinte años cuando murió, "sus ojos no se habían apagado". Es el más bello elogio que se pueda hacer de un creyente. Esto es Pentecostés y es lo que pedimos hoy: que recibamos el Espíritu Santo y nos libere del miedo para transformar nuestra vida en un testimonio luminoso.

 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández