
En los albores del retorno a la democracia participé de la política con un numeroso grupo de jóvenes sanos e idealistas. No concibo la política de otra forma que un puro acto de servicio, honrado y desinteresado.
Sabíamos que era imposible ganar, pero no era eso lo más importante; podíamos servir a la gente de muchas otras formas.
En una oportunidad nos vinculamos con una comunidad muy humilde del Quinto Cuartel y decidimos caerles un día sábado por la noche a darles nuestro mensaje y nuestra ayuda, exclusivamente consistente en darles los instrumentos para que ellos mismos también pelearan por sus necesidades, que eran enormes y dolorosas. Fue una noche fría, creo recordar. Les habíamos llevado la carne, cebollas y la harina para que ellos hicieran empanadas para la juntada política y no recibieran dádivas sino colaboración; que el esfuerzo fuera conjunto, como es la lucha por las necesidades y los ideales. Y así fue. Gente triste, gente gris, postergada y buena se juntó ese sábado en una humilde vivienda y nos esperó con las empanadas. Las tengo patentes: pequeñas, de masa con grasa, por supuesto sin aceitunas ni huevo, pero muy sabrosas.
Mientras hablábamos de nuestros puntos de vista sobre la realidad y como -a nuestro criterio- podía modificarse para bien de ellos, el clima era de distensión y cordialidad. Pero, a un costado del grupo, un bebé lloraba lastimosamente pegado el pecho desnudo de su madre. Le preguntamos cuál era el motivo de ese largo llanto, y la joven madre, una mujer delgadísima de piel cetrina y mirada brillante, nos dijo que era porque ella no tenía leche en sus pechos, ya que no comía desde el miércoles. Era entonces un sábado.
Nunca olvidaré que uno de los nuestros susurró por lo bajo que en cualquier momento le podía dar un infarto por la pena que estas situaciones le causaban.
No sé qué fue de la vida de aquel niño sufriente y desarmado en llantos. Hoy debe tener los años de la democracia recuperada, que todavía no puede cumplir la sana y legítima expectativa de que con la democracia se come y se educa, como debiera ser. Será -no lo sé- un muchachón de unos 36 años, que se crió en el desamparo de un pecho abandonado por la pobreza y seguramente fue un niño triste y un adolescente con mucho menos oportunidades. ¡Ay, país, país! ¡De cuántos dolores estás hecho, de cuantos desencuentros, demagogia y pérdida de oportunidades, pequeñas y grandes batallas perdidas en el desierto de la desigualdad de oportunidades!
Aún me arde en el pecho -muchas veces cansado de dolores ajenos- el llanto de una criatura que sólo pedía lo mínimo para sobrevivir.
