No hace falta ser grandes observadores para ver que actualmente hay motivos suficientes para que la gente, en general, se encuentre desanimada y con poco entusiasmo para afrontar los desafíos que se le presentan cada día, los cuales son muchos. No sólo la pésima marcha de la economía, con el consiguiente aumento de la pobreza, es motivo de la desesperanza que nos afecta, también está la soledad que sufren muchas personas; las comunidades en decadencia; el comportamiento social de algunos sectores y la escasez de trabajo, factores que inciden para que la gente se sienta cada vez más afectada por un sentimiento de infelicidad que forma parte de la realidad que le toca vivir a diario. Afrontar este estado de ánimo es una de las tareas más difíciles porque no se está tratando de solucionar algo superfluo, sino un sentimiento enquistado en lo más profundo del alma del ser humano.
Hace unos días el columnista Andrés Oppenheimer sostuvo que "la infelicidad de las personas, en la mayoría de los países, está en su punto más alto este año", basándose en una encuesta de emociones globales que la compañía Gallup realizar desde 2006. La "infelicidad" está definida como la combinación de sentimientos de estrés, tristeza, ira y preocupación en las personas. Esto origina actitudes agresivas, abusos sexuales, violaciones, asesinatos y otras tantas aberraciones.
Hay que tener en cuenta que este sentimiento de infelicidad no ha surgido en los últimos años a consecuencia de la pandemia, el agravamiento del cambio climático, la inflación que se ha generalizado en todos los países o la guerra entre Rusia y Ucrania, sino que comenzó mucho antes, a comienzo de la década del 2000. Desde entonces la gente ha ido perdiendo la confianza en las instituciones de todo tipo; las políticas de gobierno; el accionar de parlamentarios y dirigentes políticos y la falta de previsión de las democracias respecto a las necesidades de los pueblos. Todo esto lleva a un escepticismo que se traduce en desilusión y genera crisis que pueden ser más o menos violentas.
Ante este panorama, la alternativa que queda para intentar recuperar la felicidad de los pueblos es activar la esperanza que lleva a afrontar la realidad y prepararnos para el futuro inmediato. En el plano eclesiástico, la esperanza es la actitud espiritual que impulsa nuestra vida a seguir enfrentando con valentía los desafíos del camino. La esperanza ayuda en la lucha cotidiana porque va dando un sentido bueno a lo que hacemos.
Estos conceptos demuestran la necesidad de aferrarse a la esperanza en búsqueda de la felicidad perdida, una práctica que no debemos perder de vista en momentos tan difíciles como los que se están afrontando en estos momentos.