Por Pablo Rojas para DIARIO DE CUYO
Hasta antes del 4 de octubre de 1957 todo lo que se había escrito e imaginado acerca de viajar por el espacio era literatura. Literatura por puro placer, como De la Tierra a la Luna, de Verne, y literatura científica, es decir ensayos, investigaciones y otros textos que ahondaban más rigurosamente en los detalles para una correcta travesía espacial.
Eso era antes, como dije, porque después de esa fecha, que es la del lanzamiento del satélite artificial Sputnik 1, esa literatura tuvo un espaldarazo en el terreno de lo fáctico. A partir de la puesta en órbita del Compañero de viaje soviético el mundo cambió una vez más y la humanidad se embarcó en una nueva era, la Espacial, y nada de lo que se comenzó a pensar y escribir desde esa fecha perteneció sólo al mundo de la imaginación.
Despeguemos, entonces.
En la ya citada obra de Julio Verne, publicada en 1865, los primigenios cosmonautas son puestos en órbita lunar mediante un descabellado vehículo: un cañón gigante. Sin ánimos de contarles el libro, diré que tres personas se acomodaron dentro de la descomunal arma en una bala del tamaño de una casa, esperaron muy nerviosos el momento del disparo y… a orbitar, señores.
Una locura, ¿no? Miren si no sería peculiar que los astronautas de la NASA fueran lanzados al espacio de un cañonazo, o sea, usando un arma pero modificada. Bien. Pongámonos serios.
Porque un cohete como los que despegan desde Cabo Cañaveral no es otra cosa que un arma modificada. Cada misión espacial, tripulada o no, salió de nuestro planeta a bordo de un objeto originalmente diseñado para matar a otros humanos. Estamos en 2018, a 61 años del lanzamiento del primer satélite artificial. Viajemos un poco antes de 1957; vamos a la Segunda Guerra Mundial.
Un trueno sobre Londres
Es el año 1943 y media Europa está bajo el dominio de Alemania. La Batalla de Inglaterra (un enfrentamiento aéreo entre la Luftwaffe y la Royal Air Force, las respectivas fuerzas aéreas del 3º Reich y el Reino Unido) está claramente inclinada para los ingleses. Los nazis, viendo que la invasión a las islas británicas tampoco se podrá hacer mediante aviones, ponen en práctica un nuevo tipo de arma. Un concepto revolucionario desde el punto de vista técnico: las bombas V2.
Esta nueva forma de matar no era otra cosa que un cohete. Pero grande: 14 metros de alto. Cabe destacar que todos los intentos anteriores, tanto del siglo XX como del XIX, de fabricar cohetes funcionales de ese tamaño habían fracasado. Los científicos y técnicos estadounidenses, rusos y de otras naciones habían logrado fabricar algunos modelos pero eran más bien defectuosos y no podían manufacturarse industrialmente o en cantidades considerables. Eran prototipos, pruebas. Los alemanes, en cambio, sí habían logrado para principios de los 40 un nivel tecnológico que les permitió, como dije, fabricar estas máquinas descendientes de los cohetes y fuegos artificiales chinos. Y las usaron.
Desde la orilla francesa del Canal de la Mancha apuntaron, encendieron los motores y dispararon estos primeros cohetes modernos a Inglaterra, que ni se los esperaba. Digo esto no sólo porque el grueso de la población inglesa no conocía esta arma sino también porque no podía ser vista o escuchada: las bombas V2 cargaban 980 kg de explosivos y viajaban desde Francia a Londres más rápido que el sonido y usualmente de noche.
Pero pese a las inobjetables ventajas de atacar con V2 los alemanes no pudieron inclinar la balanza y perdieron la guerra, como sabemos. Fueron invadidos por estadounidenses y soviéticos y aquí está la parte más importante de este viaje por la Segunda Guerra: los científicos y los técnicos involucrados en el desarrollo de las bombas V1 y V2 fueron invitados a punta de pistola a trabajar para los vencedores, desarrollando lo que más tarde serían los misiles balísticos intercontinentales.
Suena bonito, lo sé. Misil balístico intercontinental. ICBM por sus siglas en inglés. Y ahora estamos más cerca del 4 de octubre de 1957: luego de que la URSS desarrollara su propia bomba nuclear en 1949 y después de que el enemigo dejó de ser Alemania, los EEUU empezaron a ver la forma de usar sus lindas armas atómicas en territorio soviético ante una eventual guerra. Y los comunistas pensaron lo mismo: cómo atacar a los Estados Unidos con su reluciente explosivo. Sabiendo que el radar y los aviones interceptores hacían más difícil que un bombardero sobrevolara mucho tiempo el espacio aéreo enemigo, y sumándole la dificultad de la enorme distancia entre un país y otro, ambas potencias se decantaron por la solución que ahora nos suena más lógica: usar cohetes.
Así que tomaron a los científicos y planos alemanes y comenzaron a diseñar vehículos impulsados por la tercera ley del movimiento de Newton (tanto lío para no repetir la palabra cohete…) capaces de portar ya no 1.000 kg de explosivos convencionales sino un dispositivo nuclear. Y no sólo eso: debía además poder alcanzar al otro país. Entonces los misiles crecieron.
¿Misiles balísticos? No, tranquilo, es sólo ciencia…
El Спутник-1 (Sputnik, “compañero de viaje”, es como se dice “satélite” en ruso) y su puesta en órbita el 4 de octubre de 1957 (fecha cercana al aniversario de la Revolución de 1917, muy oportunos los rojos) suponen la superación de la exploración terrestre e inaugura el periodo espacial. Una suerte de caída de Constantinopla pero científico-técnica, y más bien una subida.
Ese día la Humanidad dejó por primera vez un objeto operativo fuera de la atmósfera y adivinen qué… lo hizo poniendo el satélite en la punta de un cohete. O sea, un arma gigante.
El Р-7 Семёрка (R-7 Semyorka, “el séptimo” en ruso) era un ICBM desarrollado por la Unión Soviética con el belicoso propósito ilustrado unos párrafos atrás. Tenía una longitud de 28 metros y era capaz de transportar una carga de 5,5 toneladas a una distancia de 8800 km, mucho más que los V2 alemanes. Y fue una versión modificada del cohete R-7, llamada Восток (Vostok, “Este” u “Oriente”), la que se utilizó para el lanzamiento de nuestro Compañero de viaje. En lo sucesivo, tanto los soviéticos como los estadounidenses utilizarían la tecnología de los ICBM para sus programas espaciales, y viceversa.
Hoy contamos con naves espaciales diseñadas específicamente para un propósito científico, pero en esta lejana época separada de nosotros por 61 años esto, claramente, no era así. De hecho, lanzar el Sputnik tenía un triple propósito: probar el misil R-7 y ajustar los detalles necesarios para transportar correctamente una bomba atómica hasta suelo norteamericano; (aprovechando el lanzamiento…) lograr la hazaña de poner en órbita un objeto y controlar su trayectoria, medir su altura, temperatura y toda clase de lecturas científicas que hoy hacen posibles el mundo y la ciencia actual; pero sobre todo el lanzamiento del Sputnik 1 fue una forma de hacerle ver al mundo capitalista que el comunismo, señoras, estaba científica y técnicamente capacitado para semejante logro histórico. Y las tres cosas les salieron bien.
Excelente, diría. Porque, encima, las señales de radio que este primer satélite emitió pudieron ser sintonizadas en casi todo el mundo. No era una cuestión secreta y que los organismos de prensa soviéticos se encargaban de divulgar. Evidentemente la URSS había lanzado un objeto al espacio. Era innegable.
Bienvenidos a una nueva era, caballeros
La historia de cómo repercutió esta noticia en EEUU (que estaba preparando el lanzamiento de su propio satélite) tanto en su sociedad como en su gobierno quedará para otra ocasión. Las siguientes misiones Sputnik (que llevaron el primer ser vivo al espacio y, luego, al primer humano que caminó por el cosmos) también. Esta columna llega a su fin con una reflexión que ya se adivinaba desde su comienzo: explorar lo desconocido implica codearse con la guerra.
La Humanidad nunca ha invertido en explorar (antes el mundo y ahora el Sistema Solar) sin que la principal intención sea la de conquistar lo recién descubierto o al menos tantear la resistencia de los que allí habitan. Pioneros hubo siempre. Pasó desde que salimos de África y (nos) pasó con la conquista de América. Alguna vez alguien me confesó que la raza humana es invasora por naturaleza. Y tuve que darle la razón.
Aquel 4 de octubre de 1957 se dio inicio a una nueva etapa en la exploración del universo humano. Nuestro límite, que hasta esa fecha había sido la Tierra, comenzó a ser el vasto e infinito espacio exterior. El Sputnik, y todos los científicos (entre los que se destaca Serguéi Korolev), técnicos y políticos detrás de él se anotaron como los pioneros del cosmos. Los primeros en embarcarse en una aventura de descubrimiento y, todo parece indicar que así será, conquista de un nuevo hábitat para el ser humano y para la vida: el espacio.
El espacio y todo lo que hay en él, como otros planetas, otras lunas, otras realidades que ya no son las que toda la historia tuvimos. Porque a partir de ese 4 de octubre toda la humanidad quedó dividida entre quienes vivieron en un mundo y quienes vivieron, viven y vivirán en otro.
Porque a pesar de que sea el mismo planeta, una vez que ese R-7 despegó, una vez que esa cápsula se abrió y dejó salir, en un ambiente desprovisto de aire y absolutamente inexplorado antes por un ser humano (cosa que no podemos decir de América) al Sputnik, y en el mismísimo instante en que esa pelota de aluminio de 53 cm y 83 kg se activó allá arriba y allí atrás en el tiempo, el ser humano como especie y como unidad en el conocimiento de sí mismo y del espacio en donde vive amplió su cosmovisión, y el mundo jamás volvió a parecerse a lo que era. Se hizo, de golpe y al son del bip bip bip que el Compañero de viaje emitía, mucho pero mucho más chico.
Fuentes consultadas:
Breve historia de la Carrera Espacial; Alberto Martos, Nowtilus, 2009.
https://history.nasa.gov/sputnik/
http://www.russianspaceweb.com/sputnik.html