Ocurrió inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. El colapso del signo monetario alemán supo acarrear inesperadas derivaciones. También para los ahorristas argentinos, quienes adquirieron grandes fajos de billetes alemanes. Pero la depreciación total y la supresión de esa moneda hizo que los marcos alemanes fuesen más que inútiles papeles. Así, la gran inflación se trocó en una fallida ilusión y en el irreparable derrumbe de castillos de papel moneda. Era común observar cómo los niños alemanes se entretenían haciendo castillos. Pero no de arena, sino con billetes. Por ejemplo, ¿qué podía suceder para imprimir un billete de $1.000, los costos de impresión fuesen de $1.200, es decir, si el dinero emitido no alcanzara para pagar su propio valor en papel o moneda?
Para cualquier economista, tal perspectiva significaría una monstruosa pesadilla. Sin embargo, la Alemania de la primera posguerra conoció el único caso en la historia moderna en la que un pueblo civilizado contempló la posibilidad de retornar a los casi prehistóricos tiempos de trueque de mercaderías, de acuerdo con su valor e impuesto por las necesidades. “Die Grosse Inflatión” perduró en la memoria del pueblo alemán y evocó la emoción que les produjo atesorar en los bolsillos millones y millones de marcos que servían solamente para comprar una caja de fósforos o una estampilla. Existieron los casos de bancarrota, suicidios y enormes fortunas diluidas, además de prestamistas e inversores que guardaban su dinero en alacenas o colchones. Resulta complejo investigar las causas de esta sensacional debacle monetaria.
Como sabemos, Alemania perdió la guerra, suscribió el Tratado de Versalles y perdió sus colonias de ultramar. Se partió en dos con el famoso “Corredor entre las dos Prusias” y la soberanía sobre Danzigt (hoy ciudad portuaria polaca). El saldo comercial negativo con otros países, las sumas siderales estipuladas por los vencedores como “reparación de guerra”, etc. La derrotada Alemania, sin su Kaiser, era una república sin fe, conmovida por el multipartidismo. No obstante, con su ministro de finanzas Matthías Erzberger, el marco llegó a estabilizarse en una proporción de 40 a 100 con el dólar. Fue allí cuando empezó el pánico. Comenzaron a caer los precios. Las fábricas no cumplían con sus obligaciones y se iniciaron cierres. El desempleo subió y de pronto, el derrumbe. Agosto de 1921 fue trágico. Por cada dólar debían pagar cuatro billones doscientos mil millones de marcos. Algunos círculos consideraron que no existían razones para pagar a Francia con vagones de dinero empaquetado, y lo reemplazaron con 100.000 postes telegráficos. Los franceses se negaron y ocuparon el Rhur, corazón industrial de Alemania. Los obreros pararon, y ahora sí la deflación asumió caracteres catastróficos. Una taza de café se cotizaba a tres millones de francos. Cundió el pánico. En los restaurantes se prevenía al cliente que los precios podrían ser modificados al momento de pedir la cuenta. La hecatombe adquirió plenitud hasta 1923. En ese año, Adolf Hitler, aprovechando el descontento popular, intentó un golpe de Estado que le significó una condena de cinco años, aunque permaneció sólo ocho meses en la cárcel de Landaberg. Allí empleó su tiempo para escribir “Mein Kampf” (“Mi lucha”), que pasaría a constituirse en el libro de cabecera del nazismo. Luego, 22 años más tarde, implicó una nueva tragedia. Pero esa es otra historia.
