Por Fernando Ortíz
Esa temporada los tulipanes no habían florecido como lo hacen siempre. La majestuosidad de la flor que tanto apreciaba estaba perdida y no encontraba ninguna razón cabal para que eso sucediera. El jardinero, un verdadero prodigio en el oficio, había dado muestras de sus habilidades con las bellas flores que había obtenido en tiempos anteriores. El médico, contrariado, miraba por el ventanal de su casa cómo iba la poda. De pronto, tras agudizar la vista, captó un leve temblor en las manos de su jardinero. Dejó que terminara con la labor y se aproximó a los tallos, notó que los cortes ya no estaban donde debían y eso causaba el rápido marchite. Aún así, quedaba el interrogante que más tarde descubriría de manera básica pero innovadora. Corría el año 1817 y James Parkinson, inglés, clínico, botánico e incluso sociólogo, tenía en sus manos un ensayo sobre esa parálisis agitante, el libro en el que describe qué fue lo que afectó a su más querido colaborador.
Ciento noventa años después, Chelita estaba en el Colegio Fray Mamerto Esquiú. En un aula pequeña con varios estudiantes de primaria, notaba que algo extraño le ocurría; le dolía un poco la mano y tenía cierta dificultad para mantenerla en el aire mientras escribía en el pizarrón.
Hubo un instante de una sensación que no había sentido antes, acto seguido notó que la letra estaba un poco desnivelada, o, para ser más precisos, notó que ese desnivel no se debía al cansancio del brazo sino que, en la oración, cada letra era más pequeña que su inmediata anterior. Uno de sus alumnos –impertinentes y desfachatados como son los niños- la interrogó: “Seño, qué le pasa a su letra, está muy fea” y rió. Graciela Orostizaga acompañó al pequeño comentarista con una risa y continuó con la clase de Catequesis.
Ambas situaciones, con tantos años y geografías de distancia, se unen en lo obvio: el jardinero de aquel médico ingles de apellido importante -pero que quizás la millones de personas preferirían no haber pronunciado nunca- y Graciela compartían el mismo diagnóstico.
Ella descubrió algunas semanas después de aquel acontecimiento de la pizarra, a sus 41 años, que su vida daría un vuelco que complicaría su caminar por la vida. Aquel día de 2009, se manifestó por primera vez la enfermedad que la acompañará el resto de vida.
Ahora, Graciela Orostizaga, “Chelita” como la conocen sus amigos y cercanos, está en la redacción de DIARIO DE CUYO. Llegó pasadas las 19, habla bajo y dice estar nerviosa por la entrevista. Los movimientos son lentos y se sienta en el sillón negro con alguna pequeña dificultad, no se quita la cartera sino que la pone sobre su regazo.
Una mirada poco atenta no notaría los movimientos involuntarios de su mano y pie derechos, aunque sí escucharía el sonido tintineante de las alhajas: varias pulseras y anillos de plata y acero quirúrgico la adornan. Es bajita y tiene un flequillo un poco rebelde.
Recuerda prácticamente todos los detalles desde el momento en que fue diagnosticada. Hizo varios estudios, al principio ningún médico se atrevió a aventurar que era Parkinson, podía ser algún problema muscular o de las articulaciones. Luego de un par de meses de peregrinación por consultorios y hospitales, llegó la instancia del neurólogo.
Graciela cuenta que fue una visita muy breve: “El doctor Nelson Campero me pidió que camine de un lado al otro por el consultorio y, después de un ratito, me dice ‘sentate gorda’ y antes de que pudiera posarme en la silla lo largó ‘lo que vos tenés es Parkinson”.
A diferencia de lo que se piensa, o de lo que se expresa en el cuerpo de los pacientes con Parkinson, la enfermedad no es sólo temblores o letra que se achica, sino que algunas células nerviosas en el cerebro –neuronas- se descomponen o mueren gradualmente. Principalmente de aquellas que están encargadas de producir dopamina: una especie de mensajero químico en el cerebro. Cuando los niveles de dopamina disminuyen, se genera una anomalía en la actividad cerebral, lo que causa la enfermedad.
Lo primero que hizo Graciela fue angustiarse, pero, inevitablemente, empezar con el tratamiento –actualmente toma un pastilla y un cuarto cada dos horas-. Incluso, los temblores en el cuerpo comenzaron luego del diagnóstico y más adelante se manifestaron nuevos síntomas.
El Parkinson, como explica Chelita, es diferente para cada persona, puede involucrar dolor o no, temblores o no, generar nuevas síntomas diferentes a los estudiados por la medicina o no. Además, y este es el caso de ella, la enfermedad puede aprovechar distintas situaciones de la vida para agravarse. Una de las anécdotas con que Graciela ejemplifica este punto es con la violación y el asesinato de la vecina de la casa contigua. El caso de Marta Cardozo fue uno de los más cubiertos por la prensa debido a que fue ultrajada con una botella y desfigurada.
Con un malestar expreso, cuenta que la vecina fue asesinada en el baño mientras ella estaba en la casa. Si bien no se dio cuenta hasta que llegó uno de los hijos de la mujer y comenzó a gritar y pedir auxilio, Graciela en ese instante experimentó un fuerte calambre en el pie izquierdo. “Fue algo doloroso y angustiante para todo el barrio” dice la oriunda de Desamparados.
“Tuve una especie de ataque de nervios y desde ahí se desencadenó este calambre”, a lo que agrega, “realmente, yo creo que el día en que se sepa quién es el asesino, a mí me va a dejar de dar esto”. Es una hipótesis, ella misma sabe que la enfermedad da giros inusuales y que una alteración en la psiquis puede complicarlo todo.
Mientras afuera de la redacción ráfagas de viento azota los árboles y empuja a los ciudadanos, en el interior, Graciela describe la relación que hizo salir el sol nuevamente en su vida. Llevaba ya varios años de estar acompañada por el inglés Parkinson, su matrimonio de 27 años estaba cada vez fracturado por celos y el agotamiento de las depresiones y emotividades constates, que son un producto normal de la enfermedad.
Tres de los cinco hijos de la pareja estaban iniciando la vida adulta y no había un sentimiento amoroso que los tuviera realmente unidos. Después de separarse, y aun así convivir un tiempo más, Graciela dice que estaba segura que era el último vínculo que tendría en su vida. Consideraba que no era necesario poner en juego el corazón nuevamente, menos todavía con la enfermedad a cuestas. Nada esperaba, salvo algo de tranquilidad.
No obstante, uno de esos clichés de película aconteció. Daniel Dávila era un conocido de su ex marido, el padre de uno de sus alumnos en la escuela y alguien a quien vio ocasionalmente. Una serie de encuentros casuales desembocó en que ella organizara una cita entre él y una amiga: un clásico que parece sacado de los lugares más recónditos de la literatura. Pasó un tiempo, ella perdió la huella de Daniel y tampoco le interesaba tanto forjar una relación, de ningún tipo; pero, el destino a veces juega a los dados y le tocaron, sin saberlo, los números del amor.
El hablar pausado, consecuencia de un adormecimiento de la lengua, desaparece. Graciela habla más ligero y se emociona: “Hasta el día de hoy, el que sostiene es mi pareja”. Ella volvió a verlo por un error en los contactos de WhatsApp; le había mandado un mensaje de cumpleaños a Daniel, un compañero profesor de Educación Física de la escuela, sin embargo, se equivocó de contacto y se lo envió a Dávila. Del error nació la conversación que no cesaría en ningún momento. “Es la primera vez que me enamoré”, declara, “la vez anterior también hubo amor, pero fue algo más forzado”.
Empezaron las salidas, el baile, las comidas, los encuentros con amigos. Al mismo tiempo, Graciela lideraba –y sigue liderando- la Asociación de Parkinson San Juan. Un espacio desde el cual busca conocer e integrar a todos los parkinsonianos de la provincia. “Es una tarea muy ardua, el parkinsoniano se esconde, se aísla, no quiere ver a nadie” dice. Es algo propio de las representaciones en relación con el “mal de Parkinson”: hombres y mujeres temblando en todas las extremidades, con la saliva cayendo por el costado de la boca, y en una silla de ruedas. “Ellos, como yo al principio, imaginamos lo peor. Sí es muy difícil vivir con la enfermedad pero no es imposible y se puede llegar a tener una buena calidad de vida” asegura.
Los frentes que cubre Graciela Orostizaga son muchos; apenas comenzó con la asociación intentó comunicarse con todos los que pudieran darle una mano. Reconoce que el Gobierno provincial allanó caminos y ayuda mucho, pero no se conforma sólo con eso: ha llegado a tener conversaciones con epistolares con los asesores de la Reina Máxima de Holanda, aunque finalmente todo quedó en nada. El próximo paso fue entablar comunicaciones con la Fundación Mohammed Alí –el boxeador más importante de la historia debió dejar el deporte por tener Parkinson- e incluso reunió a representantes de asociaciones de toda la Argentina en Buenos Aires para tener más peso. Es, sin saberlo, una militante.
Luego de que el cronómetro de la grabadora marcara casi dos horas de entrevista, en las que no se guardó nada por comentar, Graciela habla de su amistad con un cantautor mexicano que escribió una canción sobre la vida con Parkinson y sobre cómo la ilustra de manera poética con una simple frase, los parkinsonianos son “el compás de otra canción”.