En este III domingo de Cuaresma se lee el texto del encuentro de la Samaritana y Jesús (cf. Jn 4,5-42). “Jesús cansado del camino, se sentó junto al pozo”.  Decir camino es tanto como decir cansancio.  Se nos viene a la memoria un pasaje del “Dies irae”, ese maravilloso himno latino del siglo XIII atribuído al franciscano Tomás de Celano, amigo y biógrafo de San Francisco de Asís: “Quaerens me sedisti lassus” (Tratando de encontrarme, te sentiste fatigado).  Dios continúa buscando al hombre.  El hombre se convierte en la fatiga de Dios.  En este punto se dan cita dos cansancios: el de Jesús y el de la mujer, aunque sean de distinto signo.  El encuentro se inicia con una petición de Jesús que demanda un signo de solidaridad a nivel elemental humano, más allá de todas las barreras de separación que se interponen entre los hombres.  Ofrecer agua, elemento que escasea y, que por lo mismo, resulta precioso en aquellos parajes, es una señal de acogida y hospitalidad.  Jesús, que es maestro del corazón, nos muestra el método de Dios. No vacila en pedir, dejando de este modo, a un lado la proverbial superioridad de los judíos en su relación con los samaritanos.  Se sitúa en una actitud de dependencia, reconoce que tiene necesidad del otro. Su amor no se cansa, y no le importan los errores sino cuánta sed se tiene en el corazón. No tiene sed de agua sino de ser amado.  De forma repentina se invierten los papeles.  El que antes pedía ahora se convierte en el oferente.  Es como si Jesús implorase: “Pídeme de beber”.  Esto ocurre también con nosotros. Dios no pide, sino que dona.  No pretende, sino que ofrece.

 

Al inicio, como si de un mendigo se tratara, nos tiende la mano para recibir.  A continuación vuelve a tender la mano, pero no para que le demos cosa alguna, sino para que nos decidamos a pedirle algo.  Jesús le dijo: “Anda, llama a tu marido y vuelve aquí”.  La mujer contestó: “No tengo marido”.  Jesús le dijo: “Muy bien, has dicho que no tienes marido.  Porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo”.  Cuando hice un curso bíblico en Roma con el eximio jesuita belga Ignace de La Potterie, nos explicaba el significado de los cinco maridos.  El término “marido” se repite cinco veces en tres versículos, y tiene un valor simbólico.  De hecho, tras la toma de Samaría, tal como nos refiere 2 Re 17,24, el rey de Asiria había traído gente de cinco regiones distintas para repoblar el país.  Los inmigrados llevaron consigo, de sus cinco ciudades, sus divinidades propias a las que continuaron rindiendo culto de adoración, si bien adoptaron también el culto de Yahvé.  Esta mezcla o sincretismo religioso era lo que había atraído sobre los samaritanos el odio de los judíos. Por eso la Samaritana se convierte en símbolo de todo el pueblo.  En el Antiguo Testamento, la alianza entre Dios y su pueblo es frecuentemente propuesta bajo la imagen de las nupcias.  Del mismo modo, el culto de los dioses extranjeros es definido como prostitución o adulterio, mientras que el abandono de los ídolos se considera como un nuevo matrimonio entre Dios y su pueblo. Al acoger a Jesús y su mensaje, los samaritanos vuelven al culto del verdadero Dios. He aquí porque Jesús quiere que la mujer-Samaría rompa con su situación de dispersión, de multiplicidad.  A la hora de ofrecer su don, el Señor pretende que nos volvamos a él con un corazón indiviso, con la totalidad de nuestro ser. El hecho cierto es que el amor de Dios hacia su esposa se revela otra vez, más fuerte que todas las infidelidades en las que podamos incurrir. 

 

Dios no se resigna a la separación. Está siempre dispuesto a empezar de nuevo, a comenzar otra vez la historia. “La mujer dejó su cántaro y fue a la ciudad a decir a la gente: Vengan a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho”. Cuando el encuentro alcanza un cierto grado de intensidad, se diría que la criatura ya no es capaz de soportar un cara a cara con Dios.  La mujer no es capaz de quedarse con la noticia para ella. El paso de convertida a misionera es casi obligado.  Para un cristiano, la dimensión misionera no es un lujo o un apéndice del que se puede prescindir, sino una urgencia. Esta mujer no ha hecho ningún curso especializado de catequesis ni se ha familiarizado con las técnicas de acción pastoral.  Simplemente lleva consigo la propia experiencia que deja caer una pregunta.  No abriga la pretensión de convencer sino de proponer.  Su experiencia no es conclusiva, sino introductoria. No busca brillar con luz propia. Las dos cualidades fundamentales del testigo son la pasión y la discreción. Debe ser capaz de iluminar, pero al mismo tiempo, ha de estar dispuesto a desaparecer, como la samaritana.