
En el capítulo IV de "Amoris laetitia", el Papa Francisco trata del amor en el matrimonio, a la luz del famoso "Himno a la Caridad", escrito por san Pablo (1 Cor 13,4-7), donde vemos preciosas características del verdadero amor conyugal: "El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (AL,90).
Quiero tratar la primera característica del amor conyugal: la paciencia (del latín pati, significa "sufrir"; patiens significa "paciente" o "el que sufre"), virtud derivada de la fortaleza, imprescindible para los esposos, pues hace posible sobrellevar, tolerar y sufrir las cosas desagradables y molestas, los trabajos y contratiempos de la vida, las dificultades y los sufrimientos de la convivencia, con fortaleza, sin perder la calma y tranquilidad, o sea, controlando los impulsos que generan progresivamente quejas, irritación, enojos, rebelión, gritos, palabras ofensivas.
Como el verdadero amor es la capacidad de sacrificarse por el otro, buscando su bien y su felicidad, si los esposos se aman de verdad, podrán sobrellevar con serenidad el sufrimiento y el sacrificio, imitando a Cristo, que por el gran amor que nos tiene, abrazó el sufrimiento como medio para salvarnos. De hecho, el matrimonio es un camino de santidad que exige llevar la cruz con paciencia, primero, con uno mismo, admitiendo los propios errores e imperfecciones, y esforzándonos en superarlos y corregirlos.
La vida matrimonial es quizás el más complejo de los vínculos humanos porque se comparte todo con una persona diferente en gustos, ideas e intereses, sabiendo que no es un "robot" perfecto, sino un ser humano limitado, que se equivoca. Todos fallamos. Entonces, ¿por qué exigir perfección cuando todos podemos errar?
Explica Francisco: "El problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta: "Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad" (Ef 4,31). Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa de un modo diferente a lo que yo desearía" (AL, 92).
Necesitamos paciencia para no dejarnos llevar por los impulsos "explosivos".
"Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos", escribe Francisco (AL,92) Se trata de no responder agresivamente, sino con misericordia. "La paciencia de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder (AL,91). La paciencia, pues, es la primera característica del amor verdadero.
Por Ricardo Sánchez Recio
Orientador Familiar. Profesor. Lic. en Bioquímica.
