Señor director:
Las libertades básicas derivan de la dignidad humana, punto de mira de cualquier enfoque o decisión que afecte a otros. Forma parte esencial del optimismo antropológico de los cristianos: la condición de hijos de Dios prevalece sobre su evidente capacidad para el mal. Lo trató a fondo Juan Pablo II en Sollicitudo rei socialis, al final de 1987. Basten unas palabras del n. 47: “no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad”.
Aunque con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también -ante las urgentes necesidades de unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo- por temor, indecisión y, en el fondo, por cobardía.
Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de la última década del segundo milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos amenazan a todos: una crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores ni vencidos. (…) Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia+.
