
Es casi imposible encontrar un registro fotográfico de la estatua de Domingo Faustino Sarmiento que está emplazada en la Plaza 25 de Mayo, sin algún pájaro asentado sobre su ilustre cabeza. Mucho se ha escrito y polemizado sobre ese extraño fenómeno que mancha y denigra ese bronce rebasado de historia y que hasta ahora sus coterráneos no solucionamos.
¿Qué hacen esos pájaros peregrinos sobre la cabeza de quien fue uno de los próceres más grandes de América?
Hay de él estatuas en casi todas las ciudades importantes del mundo. Una emoción indescriptible sentí cuando vi que la gente fotografiaba la estatua del gran maestro, que domina con su bien ganada autoridad un sector privilegiado del famoso Central Park de Nueva York.
¿En nuestra plaza mayor, qué buscan esas alas atrevidas en el firmamento del pensamiento de un hombre que diseñó tanta historia?
Alguna vez escribí: "La estatua remozada, lustrosa y triunfal copó el aire fresco de la mañana del febrero sanjuanino. Me sentí bien. El gesto de dar al prócer una mano de amor hermoseándole el sitio desde donde mira nostálgico a San Juan, me pareció valioso. Pero, a la mañana siguiente la historia se repitió: las palomas habían ensuciado nuevamente la testa de aquel que nos honra ante el mundo. Como un manotazo sombrío, nuevamente algo imprecisable se había puesto de espaldas a la luz, y había mostrado su cara absurda".
Cuesta entender que no hayamos podido preservar al recuerdo materializado del prócer de tan absurdas agresiones cotidianas. Bastante tiene con los olvidos ese nombre fundamental nacido en la humildad del barrio El Carrascal, que nos prestigió ante el mundo y que algunos en Argentina no se cansan de mancillar e ignorar con sus exhibiciones de ignorancia dolorosa.
Pareciera que las crónicas de los grandes hombres no cierran su parábola ni con las grandes recompensas de los pueblos del mundo, porque Sarmiento debe demostrar permanentemente que tenía razón en lo esencial.
Las miserias acurrucadas con superficialidad y poco vuelo en críticas banales a sus frases apasionadas (casi todas las veces fuera de contexto) tratan de golpear con poco convencimiento pero con resentimiento divisionista en la estatura del formidable estadista.
Uno podría improvisar quimeras poéticas cuando ve las palomas asentadas en la imagen del prohombre; pero cuando esas alas se van por ahí a sembrar otoños sanjuaninos, a enhebrar historias de crepúsculos tibios o prestigiar las brisas, dejan una mancha de deshonor en el homenaje de un pueblo.
Es hora de que algún gesto concreto defienda lo que parece menos importante (el bronce que lo rememora), pero que no puede sustentar con mínima dignidad su magna figura y cotidianamente la ofende.
Por Dr. Raúl De la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete
