
Esta narración es una fantasía. Ante mí, se despliega la imagen querida de mis amigos. Y hacia su mesa enfilo mis pasos. Hacía tiempo que no nos veíamos, pero esta vez el encuentro recibiría la potencia de un golpe doble. Uno, el alegrón por el inoxidable afecto que nos reconcilia con aquella segunda juventud compartida. El otro, la novedad que llevaba escondida, pero que tendría que soltarla en algún momento. Era inevitable. Allí estaban, el Tony, Luisito, Jaime y Eduardo. Somos parte de aquel conjunto de profesores y preceptores de la ENET Nº 4, de los años 70.
Equipo que solía frecuentar las tardes sabatinas en la cancha del camping de UDAP. Allí sosteníamos grandes enfrentamientos contra equipos formados por alumnos, que iban con la idea de tomarse revancha de quienes estaban facultados para ponerles un diez o uno. El fútbol tiene estas maravillas.
En la cancha somos once contra once y allí no valen papeles, ni nada.
A medida que me acercaba a la mesa de aquel café, mis pasos se hacían más vacilantes. Nos abrazamos, charlamos, recordamos las anécdotas de aquellos encuentros sabatinos, detrás de la pelota. Hasta que llegó el momento de extraer aquello que me estaba demoliendo, y no quería, pero debía hacerlo. "Muchachos, debo decirles algo”. Y sin más, como quien ejecuta una sentencia en forma rápida y letal, para no hacer más daño, se los dije: "se nos fue el Vicente”. Se echaron para atrás.
A alguno se le derramó una lágrima y a todos se nos dibujó un rictus doloroso en el rostro. Vicente Vera era uno de aquellos de los 70. Profesor y, además, un mediocampista que trajinaba la cancha con una entrega, una nobleza, y una calidad para el trato de la pelota, que lo convertían en un jugador de esos que cualquier técnico prefiere para su equipo. Un cinco con todas las de la ley.
Aquella tarde que me tiró un caño, insolente e inesperado en él, se volvió sonriendo y casi que me pidió disculpas. Porque era un tipo de irrenunciable condición humana.
Los muchachos, apenas absorbido el impacto, empezaron a extraer de la memoria alguna de sus anécdotas. Siempre sonriente, afectuoso, livianito y frontal. Y así lo vimos cuando, de pronto, se nos apareció en el café. ¿Era un fantasma o qué? Sin darle importancia a nuestra confusión, nos dijo lacónicamente: "Me van a tener que disculpar”. Pegó la vuelta y se fue. No hubo chance de nada. Y nos quedamos con la mirada perdida en su figura, que se alejaba inexorablemente. Había repetido la frase que Eduardo Sacheri, el escritor, dedicó a Maradona, y, como hizo "el diez”, partió hacia el cielo de los jugadores de fútbol.
Fin de la ficción. Vicente Vera, nuestro amigo, acaba de irse y este modo, como un cuento de fútbol, fue la manera que encontré para de devolverle algo de lo mucho que nos dio, con esa su amistad impregnada con la número cinco, en aquellos inolvidables años de nuestra madura juventud.
Orlando Navarro
Periodista
