Hasta el nombre me pareció raro. Luego supe que el pupitre era un elemento fundamental del aula, como el pizarrón, la tiza o el borrador de almohadilla, o aquel de felpa que trizaba algún silencio de la clase con un chillido insoportable. Cuando por primera vez me senté en el banco de mesada inclinada, me sentí importante pero asustado. A tan corta edad, lanzado de golpe a la vida con la responsabilidad de aprender de todo un poco, en un sitio extraño (aquella entonces nueva escuela "Provincia de Mendoza", del Barrio Rivadavia), no me pareció extraño sentir miedo.
Allí estaba, mirando intrigado cómo la señorita limpiaba con paciencia el pizarrón que pendía de la pared, y a cada movimiento suyo se balanceaba, y cómo a la joven maestra se le quebraba la tiza por dibujar erguidos palotes. Y lo que más me intrigó fue aquel agujerito en el pupitre, a continuación de la canaleta donde había que dejar el lápiz. "Ahí va el tintero", me dijeron. El primer día ya nos entregaron un papelito dirigido a los padres, donde les informaban que debíamos traer el famoso tintero, una lapicera y una pluma. Jamás imaginé que iba a penar tanto a causa de esos adminículos; porque aquella especie de sombrerito de loza blanca, generalmente mal tapado con un pequeño corchito, debía ir repleto de tinta, y no era fácil transportarlo desde la casa a la escuela sin derrames. Jamás llegué de la escuela sin las manos manchadas del azul elemento que tanto costaba limpiar. El famoso tintero en realidad era la estrella (o el verdugo) del pupitre. En su frente, como una insignia o una bandera marchita, se bamboleaba ante cualquier movimiento que hacíamos en el banco y nos ponía los pelos de punta; y en cualquier momento la catástrofe; o el dichoso corchito, que no lo tapaba lo suficiente, y debíamos volver con él a casa "con la frente marchita", como el tango describe las derrotas, ya que el famoso sombrerito de loza cada vez perdía más su blancura.
Era francamente cruel escribir con aquellas plumas de delgado acero, que seguramente eran menos prácticas que las de nuestros antepasados, sustraídas a algún ave. Fácilmente se despatarraban. Eran pocos los que podían tener una "Parcker", la bella lapicera con carga de goma que podía renovarse, un capuchón que la protegía y que daba la sensación de poder o de riqueza. Hasta que un esclarecido argentino inventó la "Birome", a la cual le costó ríos de sangre azul desplazar a las lujosas lapiceras recargables. Cuando esto ocurrió, pareció que se recuperaba la sagrada igualdad de los hombres.
En ese pupitre de mis primeros brotes estudiantiles seguramente no grabé más que palotes. Cuando crecimos, nos ensañamos con su noble madera cien veces barnizada, para combatir el tedio de las clases aburridas; y en algún costado, disimulado, creo haber grabado el nombre de alguna chica que no me miraba y que se adueñaba de mis noches en vela. En el estante para guardar los útiles, también convivieron el sánguche modesto y el inocente poema que la señorita no debía descubrir. Todavía siento punzante en mis ojos, cristal de paisajes ganados, todo aquello, y hago esfuerzos sobrehumanos por encontrarle su lugarcito de oro en la nostalgia.

"…el pupitre era un elemento fundamental del aula, como el pizarrón, la tiza o el borrador de… felpa que trizaba algún silencio de la clase con un chillido insoportable".
