"…Veo clarito a Hugo salir de una nebulosa de hogueras de cariño y alzar en el parque los dulces y morochos coquitos puro carozo de algunas palmeras…".

Salir por la callecita del barrio y ya sentir en el estómago el dulzor que buscamos; ese que viene del intenso purpúreo o del copo de nieve de las moras negras y blancas que caen como lastimaduras de roció en las veredas sanjuaninas, aventuras de una infancia perfumada, esas frutas callejeras, y en cierto modo alimento tan preciado. Y ya sentirse en primavera. 

Mi madre nos dice que no las comamos calientes. Sacamos del jarrito de plástico el regalo de la naturaleza, manos ensangrentadas de dulzura y más tarde la tradicional gotita de vino sobre el manjar silvestre, luego de dejarlas a la buena de Dios en el frescor de la acequia, donde también la gente dejaba sifones o botellas de vino cuando no tenía heladera. Pobreza digna y reluciente de sueños simples y retratos inalterables, todo eso que mansamente pasó en un mundo con menos gritos, menos miedos, menos tristezas.

Esta mañanita quise alzar una mora blanca enorme que sospeché tan dulce como aquellas de los días de los cuentos de nuestra madre o nuestra abuela y no me animé a ser niño. Los viejos mosaicos amarillos y desparejos de las aceras han recibido la lluvia frutal que me enfrenta al espejo de la niñez. Se me viene también la fragancia del trozo de generoso pan que en algunos tiempos difíciles se amasaba con harina que llamábamos negra, trigueño manjar salido de la embocadura de fuego del horno de barro de mi abuelo. Tengo apostado en la nostalgia el preciso ritual cuando él sacaba el tesoro con su enorme pala de lata y lo depositaba en una fuente que tapaba con un repasador. 

Veo clarito a Hugo salir de una nebulosa de hogueras de cariño y alzar en el parque los dulces y morochos coquitos puro carozo de algunas palmeras, o cuando con remezones provocados a la historia cotidiana, otras dejaban caer al pasto los dorados dátiles con los cuales mi madre hacía tierno dulce hogareño; jamás disfruté tanto dulzor, bajo el paraguas de lo obtenido en aventuras. 

En la añoranza bullen también los crepúsculos resbalados desde el oeste, cuando volvíamos al callejón donde era suficiente meter la mano en el alambrado y apropiarse del racimo de moscatel temprana o las postreras melescas que se dejan para el privilegio el vino más dulce, y correr, correr hasta un horizonte que siempre se imagina venturoso.

Nuestro niño fue saciado de aventuras tan inocentes como plenas en la gloria del disfrute por correrías silvestres o la calle cordial y el almacén amigo; siestas de imaginería, porque nunca entendimos que eran para dormir; Zondas que traían humores calientes pero también en los comentarios de nuestros padres la noticia de la muerte de gente conocida. 

Corro alado por aquellos callejones amables, pateando tachos y mirando convencido hacia adelante, sin saber que aquel anhelo por el futuro me llevaba a un país que aún no logra dejar atrás frustraciones, desigualdades y desencuentros.