El virus de la fiebre amarilla que este verano ya mató a más de 80 personas en Brasil, y que tanta alarma genera en los argentinos que se vacunan para irse de vacaciones, ya había causado estragos hasta el siglo XIX en este país. La última vez (y la más terrible de todas) fue la epidemia de 1871, que en apenas cuatro meses mató a casi 14.000 personas en Buenos Aires, cerca del 8% de su población en ese momento. En el pico de la crisis sanitaria el presidente de la Nación, ni más ni menos que el sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento, se veía en jaque. Pero no por tener su salud comprometida, sino porque se había convertido en el blanco de las críticas de los diarios más influyentes y de la población afectada.
El asunto es que la avanzada mortal no daba tregua. Entonces los médicos y asesores del Presidente le aconsejaron irse cuanto antes y lo más lejos posible, al menos hasta que menguara el riesgo. Exponerse podía significar dejar al país acéfalo, porque un contagio era la muerte segura.
Sarmiento decidió escucharlos. No sólo eso, sino que además empezó a promulgar la necesidad del éxodo: no debía quedar alma en la Buenos Aires infectada, todo el mundo debía marcharse hasta que desapareciera la peste.
Para dar el ejemplo, se subió a un tren puesto especialmente para él y la comitiva oficial de 70 autoridades, tanto del Gobierno como del Poder Judicial y del Congreso, incluido el vicepresidente Adolfo Alsina. Y se fue a Mercedes, a poco más de 100 kilómetros del delirio de tanta mortandad.
Fue una decisión que al Maestro de América no sólo le costó tomar, sino que además a partir de entonces le acarreó un precio altísimo, y de la que se arrepintió poco tiempo después, cuando volvió a la ciudad infectada todavía en medio de las críticas, pero cuando el pico epidémico ya había pasado.
Los ecos de mayor resonancia por la partida de Sarmiento y de buena parte de la dirigencia nacional aparecieron en el diario La Prensa, propiedad de José C. Paz, un rico estanciero y encumbrado diplomático que enarbolaba a ultranza los valores del conservadurismo de la época. Los dardos al sanjuanino se volvieron muletilla. +Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos+, decía el diario en su edición del 21 de marzo de 1871.
Las críticas a Sarmiento en aquellos días luctuosos se extendían tan rápido como la fiebre amarilla misma y el olor a muerte. Con las instituciones del gobierno casi despobladas, quienes se habían quedado decidieron organizarse para buscarle una solución a la peste. Hubo movimientos de autoconvocados y finalmente se creó, en una asamblea en la actual Plaza de Mayo, una Comisión Popular para ordenar las cosas.
Designaron como presidente de esa comisión a Roque Pérez, un médico de mucho prestigio. Pérez, a sabiendas de lo que se vendría, redactó y firmó casi de inmediato su testamento. Daba por descontado que en la lucha entre la enfermedad y él, habría un claro ganador. Pérez murió infectado de fiebre amarilla tras dos meses y medio de trabajar recorriendo conventillos y hogares de enfermos y fallecidos. Se convirtió en un héroe popular, en un ejemplo para los bonaerenses. En el imaginario colectivo ya estaba, y todos lo decían, en las antípodas de Sarmiento.
Un ícono, como la Difunta
Las imágenes que mejor identifican lo que se vivió en la epidemia de 1871 son las obras del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, que en ese momento vivía en Buenos Aires y quedó fuertemente impresionado. Tanto en su cuadro más famoso como en algunos bocetos, Blanes plasmó la escena durísima de una mujer muerta por el virus, con su bebé prendido a su pecho intentando sobrevivir. Ese concepto de vida entre la muerte es muy parecido al de las representaciones plásticas de la Difunta Correa.
GRIETA TRAS GRIETA
Estar a favor o en contra del éxodo durante la epidemia de 1871 no fue la única grieta de entonces. Se profundizó, y con furia, el alejamiento entre ricos y pobres, entre el Norte porteño acomodado y el Sur infectado.
Los primeros casos de fiebre amarilla ese año habían sido detectados en enero en el barrio de San Telmo, populoso, hacinado y habitado sobre todo por inmigrantes y obreros portuarios. Se creía que quienes habían importado el virus fueron los soldados que habían regresado de Brasil, tras pelear la Guerra del Paraguay. De inmediato se asoció a la pobreza con la enfermedad. Empezó una fuerte persecución de inmigrantes, sobre todo italianos. Y crecía la marginación.
No casualmente, la mayoría de las muertes sucedían en esos barrios sureños, carentes de condiciones de higiene, de agua potable, de sistemas de saneamiento y de comodidades materiales. Quienes combatían la epidemia veían en la pobreza el verdadero foco infeccioso. Suponían que acercarse a las personas con los síntomas o a sus entornos era una vía de contagio. Faltaban todavía diez años para que la ciencia descubriera que el virus en realidad se transmitía por una picadura de mosquito.
Se multiplicaron los raides policiales y municipales en los conventillos. Los agentes entraban a los palazos, sacaban a las familias enteras a la calle, juntaban los colchones destrozados, la ropa vieja, las cosas acumuladas en cada hogar precario, y le prendían fuego. Cuando las patrullas se iban, a sus espaldas quedaba una humareda insoportable y decenas de personas, muchas de ellas que no hablaban una palabra de castellano, sólo con lo puesto.
El fuego +purificador+ avanzaba al compás de las restricciones que se imponía al ingreso de barcos y contingentes desde Brasil, país de origen de la fiebre amarilla tal como sucede en pleno 2018.
Este tipo de medida ya se había puesto en práctica desde el año anterior, ni bien se confirmó el rápido crecimiento de la epidemia en las tierras vecinas. Pero había una pugna muy fuerte. En 1870, antes de la primera infección en San Telmo, mientras los sectores más conservadores reclamaban endurecer los controles e imponer la cuarentena a cuanta embarcación llegara de Brasil, los sectores más liberales y el propio gobierno de Sarmiento insistían en dejar abiertas las rutas marítimas comerciales.
El Estado nacional necesitaba recaudar con su puerto y aduana porque tenía sus números en rojo. La Guerra del Paraguay lo había endeudado de forma sideral durante la presidencia de Bartolomé Mitre, antecesor y poco amigo del sanjuanino.
El clímax de esa disputa, según cuentan los diarios La Prensa y El Nacional de la época, se vivió con un desembarco prohibido por la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires que encabezaba el médico Pedro Mallo. Él en persona frenó dos buques que llegaban desde Río de Janeiro y los mandó a cumplir la cuarentena. La decisión llegó a oídos del presidente de la Nación, que reaccionó de inmediato: Sarmiento, también en persona, levantó la restricción, permitió el desembarco en el puerto y, el mismo día, ordenó meter preso a Mallo.
Ese clima de internas ásperas, con políticas en disputa, era el que le abría la puerta al que tal vez fue el periodo más difícil que tuvo que enfrentar Domingo Faustino Sarmiento como conductor del destino de todos los argentinos.
Conflictos y progreso
El azote de la fiebre amarilla no fue el único problema serio al que tuvo que enfrentarse Sarmiento como presidente de la República. Su gestión, entre 1868 y 1874, también estuvo signada por los coletazos de la Guerra del Paraguay que había iniciado Mitre, tensiones diplomáticas por los tratados de negocios con Brasil, un clima de tremenda inestabilidad política en muchas provincias, el asesinato de Justo José de Urquiza y el enfrentamiento constante con caudillos como López Jordán, que encargó el asesinato del sanjuanino, por suerte sin éxito.
Pero al mismo tiempo Sarmiento fue quien desde la Presidencia le imprimió al país cambios históricos que fueron vehículos de progreso. Fundó 800 escuelas y logró que unos 100.000 niños estuvieran cursando la escuela primaria. Creó el Colegio Militar de la Nación y la Escuela Naval Militar. Realizó el tendido de 5.000 kilómetros de cables para comunicación telegráfica, logrando incluso el primer contacto vía telégrafo con Europa. Modernizó el Estado, duplicó la red ferroviaria, realizó el primer censo nacional para ordenar y fomentar la inmigración, impulsó el desarrollo de bancos para capital de trabajo y facilitó el desarrollo de tecnología para el agro.
1 – Los tres primeros casos de fiebre amarilla fueron diagnosticados el 21 de enero de 1871 en un conventillo de San Telmo, por calle Bolívar. Tres médicos fueron al lugar, lo constataron y lo informaron a la Comisión Municipal. El episodio fue registrado oficialmente como el comienzo de la epidemia.
2 – Según el informe que elaboró el mismo año la Asociación Médica Bonaerense, la epidemia había dejado 13.614 muertos, sobre un total de 187.000 habitantes porteños. Es decir que casi el 7,3 por ciento de la población tuvo una consecuencia fatal, y los niños fueron una parte significativa de esa cifra.
3 – La mayoría de las víctimas mortales fueron inmigrantes, pero entre los fallecidos también se contaba a sesenta religiosos, doce médicos, cinco farmacéuticos y cuatro miembros de la Comisión Popular creada en esas circunstancias, de acuerdo con una investigación realizada por Ángel Pizzorno.
4 – Aunque todavía no se sabía, la proliferación del mosquito Aedes aegypti era la verdadera causa y vía de contagio del virus. La ciudad de Buenos Aires estaba plagada de charcos de lluvia con agua estancada, y el calor de ese verano y la pestilencia del Riachuelo eran ideales para el desarrollo del mosquito.
5 – Cuando Sarmiento decidió escuchar las recomendaciones de irse y de intentar que toda la población lo hiciera, se fueron con él todos los ministros de su gobierno. Los tribunales y las oficinas públicas quedaron casi vacíos. La Legislatura de Buenos Aires nunca tuvo quórum durante la epidemia.
6 – Según un informe de los investigadores Viviana Demaría y José Figueroa, la policía se vio desbordada por una ola de saqueos. A los cadáveres les robaban y todo y hasta había saqueadores disfrazados de enfermeros para tener más acceso a las viviendas. También escaseaban los alimentos.
7 – La muerte crecía tan rápido que se registró un pico de unos 560 muertos el mismo día. Por supuesto, colapsaron los hospitales y los cementerios. Eso hizo que los cadáveres fueran envueltos en sábanas y dejados en las calles, a la espera de que se los llevaran los carros de basura para arrojarlos a las fosas comunes.
8 – El actual y coqueto barrio porteño de Belgrano nació por un tremendo movimiento migratorio de los dueños de las grandes residencias de la periferia, que se fueron hacia el norte. Al mismo tiempo, la epidemia castigaba con furia los barrios sureños como San Telmo, Constitución, Barracas y La Boca.
9 – La agencia Télam reveló que las autoridades contrataron al eminente dermatólogo venezolano Rafael Herrera Vegas, quien desde Brasil se vino al país con sus dos hijos, que después pasaron a ser renombrados funcionarios. El venezolano trabajó duro contra la epidemia y +creó+ el partido de Bolívar.
10 – Según el historiador Felipe Pigna, el número de muertos se fue incrementando tanto que la urgencia llevó a fundar un nuevo cementerio, que se creó en la Chacarita de los Colegiales. Las víctimas eran transportadas en el +tren de la muerte+ que tenía como locomotora a la legendaria Porteña.