"Pinta tu aldea y pintarás el mundo", es una frase atribuida a León Tolstoi, el gran escritor ruso. Cuando decidí "pintar" mi aldea, lo hice con la intención, primaria, de dejar un testimonio a mis hijos y nietos. Pero no sabía eso de "pintarás el mundo". Y comencé a pensar en ello cuando desde diversos lados empecé a enterarme que mis narraciones, era la vívida realidad de otros barrios, y por traslación, otras aldeas del mundo. Historias comunes, personajes, anécdotas, que se repiten, tocando las mismas campanas. Es así que me llegan testimonios de otras barriadas de mi provincia, que se convierten en un esquema de oralidad, que poco a poco tornan en universales y eternas. Como este que me hace llegar un amigo, Juan Amoros. Le doy paso a él para que nos cuente. 

"Yo puedo contar mis indiadas, de cuando era el ‘Cacique Amorosek’, de los lotes Rivero, en Concepción, y también en dominios de Chimbas y Santa Lucía. A los fondos de la Escuela Nacional Nro.76, Primer Teniente Ibañez, en la esquina de Tucumán y Corrientes, se encuentran los ‘Lote Rivero’. Algo más de 30 casas. Dos calles servían de acceso, Dorrego por Tucumán, y Rioja, por Corrientes. Dorrego topaba en una finca de parrales, y Rioja en un cañaveral que había al lado de las vías del ferrocarril San Martín, que era de trocha ancha y circulaban trenes de carga.

Una banda de 5 o 6 amigos, de entre 8 y 10 años, todas las siestas de verano salíamos de aventura por esa vía, portando nuestras armas, hondas o gomeras, con las que cazábamos pájaros de vistosas plumas. También lagartijas de hermosos colores tornasolados, los que íbamos recolectando a medida que caminábamos hacia nuestro destino. Cruzábamos la calle Rawson (hoy Ruta 40), seguíamos por Corrientes y San Lorenzo y llegábamos a unas lagunas que se formaban por las aguas sobrantes del riego de los parrales. Se embalsaban entre las fincas y el terraplén de las vías, que daban a los fondos de la Villa América.

En esas lagunas había una gran cantidad de ranas, sapos y gusarapos. Nuestra misión era cazarlos con la mano y a los machos, los reconocíamos por la musculatura de sus miembros superiores, parecían fisicoculturistas. Luego en un balde de plástico los recogíamos y depositábamos junto a ranas atrapadas anteriormente, en las acequias de nuestros lotes. 

El viaje de vuelta era emocionante, colgados del último vagón del tren, y aprovechando que el guarda iba en la locomotora, para avisar a los transeúntes en el paso de alguna calle importante. Ahí el tren aminoraba la velocidad y aprovechábamos a bajarnos. No hará falta decir de los varillazos de la vieja, que nos daban la bienvenida de vuelta a casa". Anécdotas así, recrean nuestro espíritu.

 

Orlando Navarro
Periodista
Sobre textos de Juan Amoros
Ilustración: Rodolfo Crubellier