El contenido de esta nota se basa en una tesis que coincide con mi pensamiento sobre la arquitectura de una ciudad. Lamentablemente, como lo he expresado en varias oportunidades, en nuestra provincia este tema no se ha tenido en cuenta, a pesar de sufrir perdidas importantes como las producidas por el terremoto del ’44; el ensanche de la avenida José Ignacio de la Roza, que provocó la tala de numerosos árboles y el cierre del canal, que formaba parte de nuestra cultura; o la situación de precariedad en que se encuentra el casco urbano de Jáchal reflejada en una nota de este diario.

“La ciudad es también una arquitectura, un hablar, un estilo: un orbe entero que lo contiene todo…”.

Recientemente tuve la oportunidad de estar en La Serena, Chile, ciudad que he visto crecer al tiempo que se ha conservado su arquitectura original, más allá de los sismos que permanentemente sufre. Es, sin duda, un ejemplo de lo que hay que hacer en materia de preservación del patrimonio cultural.

La tesis a la que hago referencia consigna que “la ciudad es también una arquitectura, un hablar, un estilo: un orbe entero que lo contiene todo; un sistema de vida. Un lugar privilegiado, una luz que le es propia, un paisaje. Y es también un rumor que resuena por plazas y calles; unos silencios que se estabilizan en lugares de donde nada puede romperlos; un tono en las voces de sus habitantes y una especial cadencia en su hablar; una altura en los edificios y un modo de estar plantada en el lugar que le es propio.

En nuestro existir como habitantes de una ciudad apenas alcanzamos a advertir la grandeza de nuestro contexto vital, manifestado en una herencia cultural que va más allá de la morfología urbana hacia los modos más sencillos de la vida cotidiana.

La etapa contemporánea reclama una absoluta conciencia de esta relación del individuo en la ciudad a partir de momentos críticos de su proyectado cambio. La ciudad no pasa desapercibida, por los malos augurios que se ciernen sobre ella en su proclamación de nuevos proyectos.

Al habitante dueño de la ciudad le lleva a recurrir a fórmulas que le permitan su rescate a través de sus hitos monumentales, o bien de expresiones culturales que conserven otras formas de vida anteriores.

Un pueblo sin pasado es como un hombre sin memoria.

La pérdida de contenido en manos de los medios de poder (intelectuales, políticos, sociales) ha hecho de la cultura un referente sin sentido. Esta “apropiación indebida” de las relaciones de la ciudadanía con su herencia urbana ha entrado a formar parte de discursos que confunden su verdad cotidiana con el “milagro” de su descubrimiento con cambios.

En este contexto, el patrimonio cultural ha entrado a formar parte de una espiral sin solución antes de que haya conseguido ser asimilado por la sociedad, antes de que la comunidad que convive con él haya podido tomar posiciones al respecto.

 

El compromiso para rescatar lo patrimonial del abismo, si es que realmente esta cuestión es deseable, debe ser la humanización de la herencia urbana. Con ello no me refiero a una vuelta al pasado -para nosotros es imposible fue destruido por algo que no podemos dominar- sino a una educación de la mirada del presente, que tome como punto de partida la propia realidad de su estructura entre la vivencia histórica de la comunidad que participa de ella y el objeto cultural.

Hasta el momento, la restitución de este nexo de identidad ha utilizado los mismos resortes de los que se sirvió la restauración estilística del siglo XX, que destruyó patrimonio que no era necesario hacerlo.

La nueva relación con el patrimonio cultural necesita de un catalizador que consiga reconciliar a los responsables con el presente.