Los rostros preocupados de Jorge Sampaoli y de su asistente Sebastián Beccacece

 

Una noche puede ser corta y larga a la vez. Que lo digan si no los jugadores de la selección argentina, que no tuvieron casi tiempo ni ganas de dormir en sus espaciosas habitaciones del hotel Eurostars, ubicado en uno de los extremos del señorial Paseo de la Castellana, una avenida que recorre esta ciudad del centro al norte. La pesadilla que vivieron en el Wanda Metropolitano se trasladó enseguida a las zonas del hotel donde nadie que no acreditara su pertenencia a la AFA podía ingresar. No había necesidad de hablar: las caras llevaban encima el peso de un 6-1 de consecuencias imprevisibles. Apenas diez horas después, cuando el último de los jugadores cargó su valija y se marchó al aeropuerto de Barajas, el aire empezó a limpiarse: quedaba atrás la agitación de una derrota lapidaria.

 

Hubo autocrítica, cómo no. A las apuradas, en la calentura de un vestuario impregnado por semejante sopapo. Mientras Jorge Sampaoli asumía en la sala de prensa que España había abofeteado a su selección, los jugadores ensayaban una lectura de lo que había pasado. Puntualizaron errores individuales: nadie levantó la mano para decir “yo no fui”, no había manera. Y en ese ambiente, el discurso de Lionel Messi fue una rápida arenga. Ante derrotas así, hay necesariamente un tiempo en el que lo mejor es hablar poco. La paradoja vino después de las palabras del capitán: afuera lo esperaban Piqué, Jordi Alba e Iniesta -sus verdugos por un día- para subirse los cuatro a un avión que los llevó a Barcelona.

Un Mascherano desconsolado, protagonista del mazazo ante España

 

Mientras Messi volaba de regreso a casa, frustrado por la derrota y por no haber podido jugar, sus compañeros cenaban en silencio en el piso 30 del hotel. ¿Qué decir? Al rato pasaron por la utilería a recoger sus botines y se fueron a las habitaciones. ¿A dormir? “No, no voy a dormir”, le decía en el lobby un defensor a un familiar, que intentaba convencerlo de que al menos lo intentara. Eran ya las 3 de la mañana. Solo tres horas después, todavía noche cerrada en Madrid, aparecía el primero en la planta baja: Lucas Biglia. Él fue parte del primer contingente que se subió a un mini bus con el escudo de la AFA para ir al aeropuerto. Allí iban también Willy Caballero y su esposa, Manuel Lanzini, Diego Perotti y Federico Fazio.

 

El arquero, amable con los pocos que a esa hora pasaban por la recepción y se le acercaron, llevaba los cinco goles que había recibido en su mirada triste: no había manera de que disimulara el golpazo. Antes de las 8, Éver Banega y Gabriel Mercado se fueron a la estación de trenes, listos para viajar a Sevilla. La procesión siguió con los ingleses: Marcos Rojo, Nicolás Otamendi, Ramiro Funes Mori y Romero. Como Caballero, Chiquito llevaba la etiqueta de arquero castigado: en su caso, además del gol de Diego Costa coleccionó el choque con el delantero y con Bustos en la acción del gol. Caminaba con dificultad, mientras en la mano llevaba una férula de protección para su maltrecha la rodilla derecha. Podría haber sido peor: hasta que le hicieron estudios de madrugada en una clínica, en el staff de la selección latía la posibilidad de una rotura de ligamentos.

El arquero Sergio Romero deja el hotel de la concentración después de un partido que dejó una huella muy negativa

 

Ninguno de los jugadores -tampoco Higuaín, que se fue solo poco antes de las 9- quiso expresarse ante el grupo de enviados de los medios argentinos. No lo habían hecho en la zona mixta del estadio en la medianoche, cuando desfilaron con las mismas caras con las que amanecieron. La procesión, una vez más, les corre por dentro. Ya habrá tiempo de separar lo muy malo de lo malo y de lo que puedan, cuando el prisma abarque toda la gira y no solo la pésima imagen del final ante una España que se sintió todopoderosa. Ese tiempo, está claro, no es hoy. Estaba fresco en la amplia vereda del hotel al momento en que un bus se estacionó para llevar a la delegación que debía abordar un vuelo hacia la Argentina. En él se subieron algunos integrantes del cuerpo técnico y dirigentes. Pero tanto Sampaoli como Tapia lo hicieron atravesando puertas laterales, lejos del alcance de los periodistas. La consigna era inequívoca: hoy nadie abre la boca. El técnico no llevaba ninguna valija: el anotador con las decenas de preguntas que le surgieron anoche ya había sido despachado.

 

“Perdimos 12 a 2”, reflexionaba alguien que conoce bien la selección, abrumado por los dos 6-1 del martes: el que pasaron por la tele y el que la Sub 20 recibió a la mañana del Castilla, el equipo filial del Real Madrid que dirige Santiago Solari. Ni el dato de que al rival de los sparrings argentinos lo reforzó Karim Benzema – autor de cuatro goles- le quitaba la amargura.

Lautaro Martínez no tuvo demasiado margen para mostrarse y entró cuando el seleccionado ya era goleado

 

Apesadumbrados por la cachetada, lo que más lamentaban los jugadores en las pequeñas conversaciones que tuvieron entre ellos era la imposibilidad de tener un partido para ofrecer una respuesta, una mini revancha. “Ni un entrenamiento siquiera”, se lamentaba uno de ellos por lo bajo. Deberán volver a sus clubes -como Javier Mascherano, uno de los últimos en subirse a un auto camino de Barajas, que debe reincorporarse al Hebei Fortune de China-, a lidiar con la herida hasta que cicatrice. A esperar una nueva oportunidad, si es que a todos les llega, con el Mundial a la vuelta de la esquina. Serán varios de los 27 que se juntaron más de una semana atrás en Manchester los que convivirán con la incertidumbre de si viajrán a Eusia.

 

Son las 9.56. Sampaoli, sentado en la primera fila del bus junto a Sebastián Beccacece, no quita la vista de su teléfono. El chofer pone primera y arranca. La noche sigue oscura en el habitáculo, aunque la mañana esté luminosa en esta zona de Madrid.

 

Fuente: La Nación