
Son hoy como un verso en desuso. Alguna vez dijimos en un vals: "El sueño del trovero fue andar con su guitarra, colgando en los balcones su propio corazón, y meterse en el sueño de la que ayer amara, con una serenata que no le prometió”. Algo así es esta añeja costumbre que arraigara en todo el país, generalmente de la mano cordial de un valsesito y en Cuyo una tonada.
Lo cierto es que pertenece a los cantores y a la canción misma como un emblema de los barrios, un apéndice necesario, porque no todos quienes tienen necesidad de cantar pueden desahogar sus cantos en un escenario; entonces, el proscenio humilde y cálido de una callecita cualquiera, la lumbre de un candil o la que pende de algún boliche trasnochado, sirven para improvisar un sencillo recital organizado por el alma y dedicado a quien se admira o ama, se pretende o cumple años; "andar de serenatas con la luz del lucero”, describe el Negro Villavicencio.
Seguramente muchos romances nacieron de alguna serenata sin pretensiones y más de una abuela lloró sin quererlo cuando la voz gangosa de un cantor le preparó un cogollo para su día, cuando faltaba un tranquito para amanecer y el barrio todavía no lanzaba sus pájaros. Y muchos se quedaron con la canción en la garganta y su perfume efímero flotando en la madrugada, porque la persona homenajeada no acudió a la ventana.
Generalmente, el agasajado se asoma a la ventana o algún balcón que resiste y, si de dama se trata, seguramente le bastará un minuto para acicalarse lo mínimo y salir a la noche y al corazón del cantor a lucir su sonrisa de nardos y sueños extraviados para agradecer la ofrenda. Habrá que abrir alguna botella de vino añejo que quizá nunca se sabe para qué se guarda. Hasta la casa más humilde siempre tiene algo para invitar a los visitantes nocturnos. La explicación pareciera ser porque el serenatero sabe bien donde están colgados los jamones caseros o almacenado el salame hecho en casa y, como el instinto de los animales cazadores, nunca se larga donde no haya presa.
Debiéramos volver a las serenatas, sana costumbre de llegar al alma de los que queremos o de quienes pretendemos que nos quieran; acomodar las cargas del día febril y el estrés poco musical y cuyano y sincerar los sentimientos por la boca cancionera, para que en uno de esos días del diablo, los demás sepan que a veces necesitamos decir cosas, a veces estamos tristes, tenemos emociones, precisamos compañía, necesitamos sentirnos vivos.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.
