"La bandada tiene que haberla echado de menos, porque las palomas son propensas a la paz...".

 

Ante el grito del niño, que sonó como flauta herida, todas levantaron vuelo casi al unísono y tomaron el atajo del viento del sur. Menos una, intensamente blanca, que trató de aferrar sus alas al aire espeso de noviembre, pero su vuelo quedó a mitad de camino. Se asentó muy cerca de mí, como si no me temiera, pero algo raro bullía en su alrededor. Me acerqué y trató de intentar nuevo vuelo, pero sus alas fueron pesadas penas que tiraban para abajo, como resignadas a la tierra.

La paloma enferma se perdió la nueva aventura de la bandada y quedó acurrucada bajo la sombra del pino generoso. Con paciencia y temor, me acerqué y la tomé entre mis manos. Hice el ademán de lanzarla de nuevo al cielo plomizo de las siete de la tarde, pero pareció querer quedarse en su nuevo regazo. Al fin, con delicadeza la lancé a volar, pero dio tres o cuatro aletazos como de molino descuajeringado y se posó de nuevo. Sus nuevos dolores o su hondo desgano eran más fuertes que su libertad. Pude estar a su lado un largo rato, acariciarle el lomo de algodones y percibir un suave temblor mezcla de miedo o impotencia. Le puse un recipiente con agua que no quiso beber y así la dejé, apacible y forzada de mansedumbres, bajo la sombra, hasta que la noche se le echó encima como una frazadita cordial o un halcón de nieblas.

A la mañana siguiente salí a buscarla. El día se desperezaba entre picoteos de trinos y una hamaca de fino roció. El recipiente con el agua estaba intacto. La paloma blanca no estaba en las inmediaciones. Al fin la encontré en un rincón ceniciento del jardín, con las alas resignadas al vacío, con el pico resignado al silencio, recostada sobre el pecho del sábado de sombras, perforada de una muerte ciega y brutal, abandonada de azules, extraviada de laberintos insondables.

La bandada tiene que haberla echado de menos. Y no porque fuera la única blanca, sino porque las palomas son propensas a la paz; todos los pájaros saben bastante más de mimos y cariño que algunos de los que cargamos con cuerpo y alma. La grácil y etérea bandada de grises seguramente no supo que al alejarse se llevaban en el aleteo su espíritu. Que ese tamborileo de ángeles, al buscar cielo, había desangelado a la compañera junto a un charco donde la luna naciente se suele mirar.

 

 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.