Cuando tenemos un niño, somos madres. Tomarlo en nuestros brazos palpitando la tibieza de su ternura es sólo el comienzo de esa maravillosa historia. En ese instante se instala en nosotras el deseo de que nunca le pase nada malo y que la vida le permita formarse como persona de bien. Sabedoras de la responsabilidad que nos cabe, arrancamos con la tarea que implica una actividad de 24 horas diarias. Si es nuestro primer hijo es más difícil. No existen manuales ni tratados que nos enseñen a lograr semejante meta. Y nos sorprende que a veces sea el mismo niño quien nos va marcando el sendero. Despacito, vamos descubriendo que ese hijo nuestro tan querido, no es de nuestra propiedad. Pertenece a la vida. Sólo ha venido a través de nuestro cuerpo o de nuestro corazón. Por ello resolvemos que se impone enseñarle a volar. A volar solo. A volar bien. Para que nunca lo bajen de un hondazo, para que encuentre la fuerza necesaria y logre levantarse de sus caídas alcanzando los proyectos anhelados en un vuelo que nunca, por ningún motivo, deje de ser solidario. Y que vuele, vuele y vuele, buscando afanoso la felicidad. Entonces no sólo seremos madres, sino que llevaremos por siempre el gozoso cosquilleo de haber logrado el mejor de nuestros triunfos. Ese, tan especial, para el cual nuestra madre nos formó.